Aún es muy pronto, desde luego, para aventurar un recuento de los miles de muertos e innumerables damnificados que dejará tras de sí la pandemia de COVID19, pero muchos no dudan en calificarla ya como la más grave desde la (mal llamada) gripe española de 1918. Millones de ciudadanos, encerrados en casa, asistimos perplejos a la evolución diaria de una curva de infectados que se abate como un tsunami sobre nuestro futuro.
Muchos de nosotros vivimos ahora pendientes de las noticias, atentos a la mínima señal que indique el principio del fin de la epidemia: un descenso en la tasa de contagios, una terapia novedosa, una vacuna prometedora... De la noche a la mañana, se han colado en nuestras conversaciones palabros que hasta hace poco eran jerga de especialistas: carga viral, espículas, triaje, cloroquina, tocilizumab, citoquinas, R0… Después de todo, la información (contrastada) nos ayuda a tranquilizarnos, a lidiar con la incertidumbre y a estar preparados para lo que pueda venir. Al menos, esa es la idea, aunque los datos no siempre invitan al optimismo.
Sobre cómo se ha gestionado esta crisis, creo que muchos coincidiremos en que fue una absoluta irresponsabilidad permitir (y alentar) las concentraciones del 8-M, o no haber restringido mucho antes la afluencia del metro de Madrid, siendo un descomunal foco de contagio. Ya, la verdad es que a toro pasado todos somos unos lumbreras...
Dicho esto, a principios de marzo, con apenas 200 casos registrados en toda España, mucha gente no habría entendido la necesidad de aplicar medidas tan drásticas como las actuales. Ningún país democrático aceptaría por las buenas que el Gobierno coartase sus libertades hasta ese extremo, ni que forzara el cierre de miles de locales, comercios y centros de trabajo, abocando al país a una crisis económica de consecuencias catastróficas... A menos, claro está, que fuese una cuestión de vida o muerte. Y a principios de marzo, al menos para el grueso de la opinión pública, el asunto no pintaba tan dramático. Recordémoslo: hace dos semanas, mucha gente seguía pensando en celebrar las Fallas y la Semana Santa. No es nada fácil tomar una decisión de tal calado cuando sabes que el remedio puede ser peor que la enfermedad. De ahí que países como EEUU, Francia o Reino Unido hayan tardado en reaccionar tanto o más que nosotros. Reconozco que yo mismo, hace apenas un mes, tenía serias dudas sobre la gravedad del coronabicho. En el fondo, esperaba que la tan temida pandemia se quedara en un susto, como por fortuna sucedió en 2002 con el SARS, y una década después con el MERS. Entonces a muchos se les tachó de alarmistas, y también yo critiqué la compra de millones de antivirales por considerarlo un "despilfarro". Ahora sé que se hizo lo correcto, y no me duelen prendas en reconocer mi error.
Hoy los peores pronósticos se han confirmado. Ahora que la pandemia golpea de lleno a nuestro país, se hacen visibles las graves carencias de nuestro sistema de salud. Podemos estar satisfechos de la gran calidad humana y profesional de nuestros sanitarios, pero es evidente que faltan muchos medios, empezando por más camas de UCI (tenemos 9,7 por cada 100.000 habitantes, muy lejos de las 29,2 de Alemania).
Al mismo tiempo, en medio de todo este caos, la pandemia también nos pone de golpe frente a un problema que hasta ahora solo unos cuantos denunciaban: que la globalización nos ha colocado en una posición cada vez más dependiente, y por tanto, más vulnerable (las enormes dificultades para adquirir mascarillas y respiradores en el mercado exterior son solo un ejemplo). En algún momento decidimos apostar por el sector servicios descuidando la producción de ciertos bienes esenciales, y ahora lo vamos pagar con creces. Solo espero que, cuando salgamos de esta (todo llegará), nos grabemos a fuego esta lección: nuestro país no puede permitirse el lujo de descuidar la inversión a futuro en un puñado de áreas estratégicas: hay que ponerse cuanto antes manos a la obra y avanzar hacia la autosufiencia en materia energética, alimentaria y de salud pública.
Nos va (literalmente) la vida en ello.