Hace años me dijeron que no había razón para preocuparme cuando me enteré que mi madre tenía Alzheimer porque esa enfermedad no es hereditaria. Había que estar pilas, eso sí, pero no inquietarse demasiado. Me aconsejaron jugar ajedrez, aprender música, llenar crucigramas y tener la mente ocupada.
Jamás gané una partida de ajedrez, la música me desinfló cuando me topé con el solfeo y los crucigramas me resultaron demasiado fáciles porque siempre tenía el diccionario a mano. No persistí y será por eso que ahora me veo jodido.
No sé a quién estamos velando. El muerto está sereno en su caja. Acabo de verlo, su cara me parece conocida pero no recuerdo quién es. Es lo peor de esta enfermedad, uno está consciente de todo pero no logra ordenar la memoria. Me pasaba antes con menos frecuencia cuando alguien me saludaba y yo no sabía quién era; ahora, pese a que sospecho quienes son, no recuerdo como se llaman ni donde los conocí.
Mi mujer me ha dejado solo en esta silla y conversa divertida con un desconocido. Siempre suele ser así. Noto que me rehuyen, mis hijos me sacan la vuelta, mis nietos me miran curiosos y me preguntan pendejadas. Vivo una pesadilla. El último doctor me recomendó que haga el esfuerzo diario de recordar lo que comía en los desayunos, le dije que no sería ningún esfuerzo porque siempre como lo mismo y se rió como si hubiera escuchado un gran chiste.
Una muchacha guapa se acerca con un charol lleno de pan que parece rico, otra reparte café. Me saludó y al agacharse me enseñó un escote imponente. Los lentes, los lentes, donde puse los lentes ¡carajo! Otra vez he olvidado los lentes. Intento restregarme los ojos para que se me aclare la vista y me doy cuenta que los tengo puestos. El café huele sabroso, es criollo, lo que me hace presumir que el muerto puede ser de Piñas. Unas viejas feas invitan a rezar el rosario. Quiero irme, pero la esperanza de que regrese la muchacha con el escote, digo, con el pan, me hace renunciar.
Los jugadores de naipe han hecho su círculo, en otro lado están los contadores de cachos que pujan en vano al intento de aguantarse las risotadas. Los dueños del velorio reparten canelazos y cigarrillos. Qué médico para zonzo, recomendarme que me acuerde de los desayunos diarios. Me tiene intrigado la identidad del muerto, no logro sacarle pinta y me acobarda preguntar, pueden creer que soy un cojudo. Voy a ir de nuevo a la caja para verlo bien, ojalá me encuentre con la muchacha del escote que reparte el pan.
Me admira que nadie se sienta dolido por el difunto. Parece que han acudido por compromiso. Una señora comedida me ofrece apoyo hasta llegar al féretro y veo el cadáver de un viejo calvo y desmuelado, la cara chupada y las púas de la barba que emergen de la piel arrugada. Sería un muerto perfecto de no ser porque el párpado izquierdo le ha quedado entreabierto, o será que esta chequeando el movimiento de la gente. Una luz flaca se enciende en mi memoria. El cadáver se parece a un primo, también soy pelado por completo, no tengo dientes y el color de la piel y las líneas de su cara son similares a los míos.
¡A ver!, leche, pan integral, huevos fritos, queso, eso es lo que desayuno todos los días. Ya está señor doctor, gran cosa, sí me acuerdo, ¿y qué? Con los ojos busco a mi mujer pero no aparece por ningún lado. Ella debe saber quién es el difunto. La que si aparece es la muchacha del escote radiante, intento llamarla pero no me sale la voz. Por estar pendiente del escote he descuidado las piernas, enseña unos muslos gruesos, nalgota robusta. Ojalá venga por mi lado… Qué ganas de meterle mano… Y si resulta que es alguna de mis nueras… porque tuve tres hijos, ¿o cuatro? ¿Cuántos nietos tendré? Puede que también resulte ser una sobrina mía la muchacha del pan, la leche, el queso y los huevos fritos. No, no, solo la del pan, la del escote y las piernas gruesas.
Doctor zoquete, sus recomendaciones sirven para enredarme más.
Quisiera tener fuerzas para recorrer el lugar. Las rezadoras del rosario han comenzado su fastidio y comienza a dolerme la cabeza. El sonsonete de los rezos y la cantaleta de los predicadores siempre me fueron fastidiosos. Si encuentro a mi mujer le diré que tengo sueño y nos iremos, aunque no quisiera irme sin saber a quién estamos velando.
Siquiera hay unas doscientas personas aquí. Mujeres refinadas, muchachos malcriados, paracaidistas que buscan comida y chupa gratis y gente ociosa que no tiene nada que hacer en su casa. Es un velorio raro porque nadie llora, parece una reunión cercana a una fiesta. A veces a la leche le ponía café, otras chocolate, unas veces enduraba los huevos, otras los freía, unas veces el pan era integral, otras veces eran cemas.
Pan, pan, otra vez el pan. Dónde estará la del busto grande, las piernas gruesas y la nalga regia que reparte el pan.
Bueno, es cierto que a veces una señora llegaba a ofrecer bollos de pescado con maní. Me los comía con café negro y salsa de ají. Eran riquísimos. Desde luego que el café era negro, pues no existe de otros colores.
Ciertos domingos me vendían un plato de encebollado de albacora a dólar y medio, entonces ya no desayunaba pan, leche, huevos ni queso.
Parece que el médico tuvo razón porque me voy acordando de cosas que había olvidado, como la ropa y la corbata que tiene puesta el muerto en la caja. Esa corbata y esa ropa son mías. Y lo mismo esa cara.
Maldito Alzheimer, creo que me he muerto y estoy asistiendo a mi propio velorio y ni siquiera me he dado cuenta. ¿O estaré vivo?