NOTA: esta historia está basada en hechos reales. Cualquier diferencia con la realidad o con personas, vivas o muertas, se debe exclusivamente al sesgo del narrador y a su voluntad de adornar los acontecimientos.
Una de las mejores maneras de entender lo que es la España Vacía, o Vaciada, según seas de los que creen que siempre fue así o por el contrario que alguien la vació (como si un terruño pudiera voltearse por los tobillos y sacudirlo en el aire), es apañárselas a utilizar su transporte público. Digo apañárselas porque vas a tener que adaptarte tú a sus ritmos y frecuencias, escasos en trayectos, copiosos en paradas. Otra manera es conocer a sus gentes. Son entrañables, de verdad. Y si juntas sus transportes con sus gentes entonces te llevas la experiencia completa.
Pongamos que estoy en uno de esos transportes, un tren, por ejemplo, el que cubre la línea Zaragoza – Valencia, cuando una señora de unos cincuenta que ha subido en Delicias se sienta conmigo y con otro señor en la zona de cuatro con mesita. Deja su maleta blanca de ruedas en mitad del pasillo como el que deja un niño pesado un lunes por la mañana en la escuela, así que me ofrezco a subirla al maletón. Además, le presto mi asiento porque dice que se marea si va de espaldas. No tarda mucho en empezar a hablar por los codos, que si no hay cafetería en el tren, que si debería haber máquina expendedora, que si qué calor y que vaya nombres más feos les han puesto a los pueblos. Es profesora de religión en un pueblo de Teruel. Tampoco le gusta Teruel, dice que no hay manera, que ella es muy de eventos culturales y que allí nada de nada, que no hay médicos, que las aceras están destrozadas, que no hay inversión de ningún color. Luego habla de Valencia, que le gusta mucho, Castellón dice que no, que son unos envidiosos y que siempre están copiando a Valencia, desde el aeropuerto hasta echarle cosas a la horchata, pero que como se creen especiales le ponen granizado de café en vez de granizado de limón, que así es como de verdad se bebe, un combinado lo llama, no esa mierda que venden en Mercadona. Vuelve a los médicos, dale con los médicos, que a Teruel no quieren venir los médicos. Le pregunto si en Valencia hay médicos y el hombre de enfrente me mira y nos empezamos a reír. El señor está viendo algo en el móvil y la señora no tiene reparos en entrometerse y preguntarle si está viendo una peli, a lo que él nos voltea la pantalla: una corrida de toros en directo. Saca una botellita de medio litro de la Casera que lleva llena de tinto y se lo casca como el que se bebe un vaso de agua. La señora farfulla algo mientras sostiene el teléfono. Por lo visto una amiga le pregunta si es bonito el paisaje, y ella responde en voz alta que bastante feo mientras saca una foto a través de la ventana. Otra señora que acaba de subir se revuelve en su asiento con la apreciación acerca del paisajismo aragonés. Su monólogo se extiende un buen rato hasta un punto en el que se siente tan en su salsa que se le tensa el gesto y su cadencia de cacareo se incrementa como si le hubieran dado al 2x de un audio: sin venir a cuento, habla del valle de los caídos, que vaya tela con los rojos que quieren cargárselo, que odian todo lo eclesiástico, vamos que si lo odian, bien lo sabe ella, que la guerra pasó y que qué le vamos a hacer, y que ya sacaron a Franco y a Queipo de Llano y van a hacer lo mismo con los pobres monjes de Cuelgamuros que están asustadísimos. Dice que ella ya ha firmado la petición por internet y que menos mal al rey que le ha parado los pies a Sánchez. Cuando se le pasa el desdoblamiento gollumniano y vuelve a su ser original, se da cuenta de que ha hablado demasiado alto en un contexto no seguro y pasa la siguiente media hora sin abrir la boca. Solo le ha faltado decir amén para terminar la homilía. O arriba España, ambas son complementarias. Llegando a Teruel vuelve a cascar por los codos. Me pregunta si tengo novia, si vivo solo, me dice que ha estado en Soria en una quedada espiritual de católicos. Le pregunto si es una actividad de esas como las que hacen los yoguis, de meditar y esas cosas. Me dice que cómo se me ocurre, que lo suyo no es una tontería de esas. Una reunión espiritual de católicos es un evento en el que gente de la misma cuerda se junta y refuerza los mensajes coercitivos que ya están implementados en sus cabezas, me explica, o al menos eso es lo que yo entiendo. Si hay decaimiento o surgen dudas, pueden solicitar la intervención de un padre que, puntual, se ocupa de dispersarlas. Luego me cuenta que está en un grupo de WhatsApp que lleva un cura de Valencia que se creó para que los pobres jóvenes católicos, ante los impedimentos de estos tiempos modernos para encontrar parejas de bien con moral cristiana, realicen actividades juntos y puedan conocerse y emparejarse en un espacio seguro. Ella recalca las dificultades de encontrar gente con valores (cristianos), de ahí que el cura Tinder se prestara a tal servicio vanguardista. ‘¿De verdad lo llaman cura Tinder?’, pregunto con sorpresa. ‘Sí’, dice que ‘lo llaman el cura Tinder, así lo llaman’. Me dice que antes eran los hombres los que llevaban la voz cantante para pedir salir a una mujer, pero que ahora hay cinco mujeres por cada hombre y que por eso ellas tienen que abalanzarse sobre nosotros. Mi ceja izquierda se levanta mucho más que la derecha (así es como expreso asombro): ‘señora, ¿qué me está container?’. Cuando llegamos me pide que la acompañe hasta su casa porque a una mujer sola por la noche le puede pasar cualquier cosa, o es que ya no me acuerdo del problema que hubo con un musulmán no sé dónde, me pregunta. Me pilla de paso, solo son diez minutos más aguantándola. Pues vamos. Eso sí, me niego a hacerme cargo de su maleta.
El camino se hace un poco raro porque va bastante callada, al menos en comparación con el viaje. Me imagino que debe estar pensando que vaya hombre de mierda que no le lleva la maleta. Y justo antes de llegar a su casa, pensando ya en las calles que voy a tomar para llegar hasta la mía, me desliza sutilmente si quiero subir a ‘tomar un refresco’. Esta sí que no me la he visto venir. ¿Querrá darme un refresco como recompensa por haberla acompañado? ¿O quizá sumarme como acólito a su causa del niño Jesús? ¿O es que me quiere enseñar el espíritu santo, el mismo que dejó preñada a María Magdalena? (¿El espíritu santo, a esta hora de la noche, en esta parte de la ciudad, localizado exclusivamente en la habitación de esta señora? ¿Puedo verlo?).
Ya no recuerdo la última vez que eché un polvo. Bueno, sí que lo recuerdo, fue con otra tiparraca de derechas. Después de una tarde en la piscina le dije que tenía deseo carnal, sí, así se lo dije, le dije: ‘tengo deseo carnal’. Ella se puso muy seria pero pareció entenderlo. Se tumbó en la cama como un maniquí obediente y se sumergió en el colchón, invaginándose en él, como si en vez de en un colchón viscoelástico lo estuviéramos haciendo en uno viejo de lana, y me miraba desde allá abajo con gesto grave, como si su padre la estuviera reprendiendo desde mi espalda. Si la hubiera llamado para que volviera arriba, estoy seguro que ese descomunal agujero en el que andaba metida habría devuelto eco. Yo cogía una pierna y estiraba hacia mí intentando sacarla de aquel pozo, pero entonces se me hundía de la cabeza y tenía que agarrarla rápido de un brazo para mantener un equilibrio imposible. Era como hacerlo con un cadáver sobre arenas movedizas, lo más cerca que he estado de practicar la necrofilia. Lo que no recuerdo es el tiempo desde aquello. Definitivamente son años, pero... ¿tres? ¿cuatro? Jo, menudos números de meneante. ¿Aceptar la invitación de la profe? ¿Romper la racha por una piluchi? Mi reacción es rápida, casi como un acto reflejo. No. NO. Nos despedimos sin beso, mano arriba como mandan sus cánones y sin intercambiar el Insta.