Desde hace unas semanas, se anda discutiendo sobre educación en diferentes medios. El martes 29 de marzo se aprobó el currículo para Secundaria. El 5 de abril, el de Bachillerato. Entiendo que ustedes se encuentren ya algo hastiados de todas estas cuestiones, pues se repiten habitualmente cuando se produce la entrada de un nuevo gobierno. Todos, a izquierda y derecha, quieren su ley. Sepan que llevamos ya 8 desde 1980. No obstante, les pido, si tienen a bien, que me concedan unos pocos minutos. La situación lo requiere.
La sociedad en general y la comunidad educativa en particular han alzado la voz y han mostrado su desagrado con la deriva que está tomando la enseñanza en nuestro país. No es para menos. La carga de las materias continúa reduciéndose con cada nueva ley y los contenidos se sustituyen por otros de dudosa calidad. La explicación que se esgrime desde la administración para justificar tal desaguisado descansa en la idea de que los alumnos deben apostar por el trabajo interdisciplinar y las competencias. A cambio de deshacerse de estas cargas, los alumnos recibirán formación en valores: «género», «lenguaje inclusivo», «emotividad» y «ecologismo». En román paladino, sus hijos dejarán de ir a la escuela para acudir a una madrasa; la formación sustituida por una suerte de religión laica con dogmas de Mercadona. En la escuela debe poder discutirse sobre cualquier tema, pero no a costa de suprimir saberes considerados elementales. Sepan que el daño puede ser irreparable; no se debe privar a la juventud del conocimiento de sus antecesores.
En primer lugar, los valores se reciben en casa. Los padres son los encargados de transmitir a sus vástagos aquellos que mejor se acomoden a la sociedad de la que forman parte. La deriva educativa actual se dirige, no obstante, en otra dirección: exonerar a la familia de sus responsabilidades; padres reducidos a ser «au pairs» de jornada completa y carteras menguantes. Ser padre debe ser duro, especialmente por las fatigas a las que nos somete la sociedad moderna, pero el amor hacia el hijo bien merece la prudencia, el compromiso y la perseverancia de tan alto ministerio.
En segundo lugar, corresponde a la escuela el deber de ofrecer la mejor educación posible. Esto pasa, inevitablemente, por la exigencia: al colegio se va a estudiar; todo lo que uno pueda. Reducir contenidos y sustituirlos por chatarra ideológica solo puede conducir a nuestra destrucción como nación. Sé que las palabras que acaban de leer pueden resultar indigestas; hemos olvidado cómo digerirlas gracias a todo un conjunto de charlatanes que, en un inesperado ejercicio de prestidigitación, han logrado convencernos de que lo malo es, en realidad, bueno; la holgazanería, virtuosa laboriosidad. No se dejen engañar por estos vacuos artificios.
La élite, de la que ya hemos hablado brevemente en otras ocasiones, va a seguir enviando a sus hijos a colegios donde les ofrezcan las garantías necesarias para alcanzar el éxito. No son pocos los ministros con retoños en esos centros. Esto es, sin embargo, abyecto. Independientemente de su clase y condición, todo ciudadano debería tener acceso a servicios óptimos en materia educativa. La riqueza de un país se mide por su instrucción, que es la base de la civilización. El intento de condenar a generaciones enteras al analfabetismo — funcional, eso sí— debería disparar todas las alarmas en una sociedad decente. Esperemos que el pueblo español esté a la altura en los próximos años.
¿Por qué deberíamos negarles a nuestros estudiantes lo que otros sí han recibido?, ¿acaso un país tiene derecho a escupir de este modo sobre su futuro? Lo tragicómico, si se me permite la impertinencia, es que nosotros ya hemos recibido peor formación que nuestros padres, pero, mucho me temo, bastante mejor que la que obtendrán nuestros hijos.