La presión del estado permanece y quien controla su aparato añade, día a día, la presión social sobre quienes se resisten a sus normas. Ya no sólo hay policías de uniforme. Ahora se trata de que seamos policías todos, afeando, reprendiendo, señalando a los que hacen cosas que no nos gustan. Ya no es necesario opositar y pasar una pruebas fisicas y psicológicas, tan ridículas las unas como las otras. Ahora tenemos al policía de balcón, al comisario de red social, al verdugo que pide la pena de muerte para el que ha matado un gato.
La casa se nos llenó de hijos de zorra, sin olvido y sin perdón. Se nos llenó la ciudad de vengativos, de auscultadores, de oleores de braguetas, de esnifadores de sudores ajenos y jueces del menú.
Me pienso seguir follando a quien quiera, comiendo lo que me dé la gana y sintiendo empatía por quien me salga del coño. El planeta no corre peligro, entendelo bien: si nos extinguimos, el planeta va a seguir por ahí, por el espacio, dando vueltas tan campante.
Lo que corre peligro es la Humanidad, y para que sobreviva una Humanidad castrada, sin libertad y sin coraje, me importa un higo que se extinga o no. Para que permanezca una Humanidad obediente y amilanada, no vale la pena el esfuerzo.
Si tenemos que sobrevivir como especie, que sea con menos policías de lo que hacen los demás. Y si, alguna vez, de cuando en cuando, tenemos que arrearle una buena hostia al entrometido que se siente autorizado a llamarnos la atención, pues que sea en buena hora, para que aprendan de una vez que meterse a policía da impresión de autoridad, pero siempre supone un riesgo.
Porque nada es gratis. Porque la placa que se autoimponen la tienen que pagar de algún modo. Y cuanto más cara, mejor.
Y así, a lo mejor, vuelve cada cual a sus asuntos, que parece ser la base de la libertad. O lo parecía, hasta que unos se hicieron carceleros y otros chivatos, hasta que unos se hicieron perros y otros cerdos, mientras el granjero muere de risa, desde su casa, contando las reses.