A pesar de los redoblados esfuerzos que han hechos los satélites del despotismo para perpetuar el sistema de opresión y barbarie que nos ha puesto a orillas del precipicio, la Constitución ha llegado a su término, está para publicarse, y el pueblo alborozado espera con ansia este acto solemne en que va a triunfar el opresor y vergonzoso despotismo. Prevalecieron, al fin, las ideas populares y patrióticas; y esos mercenarios escritores que tantos denuestos han estampado contra los defensores de la libertad, serán señalados por el pueblo como enemigos de sus derechos; y la posteridad (si acaso pueden pasar a ella los desbarros de esos farraguistas) los pondrá a par de los panegiristas del sátrapa Godoy y de los venales gaceteros del sangriento corso.
Logrado ya el fin que se propusieron las cortes en su reunión; sancionadas las leyes fundamentales con que ha de gobernarse la monarquía; solo falta que la ejecución corresponda al designio, y que no se frustren las saludables reformas por la indolencia de unos y por la mala fe de otros.
¿Qué son en efecto, las mejores leyes sino se ejecutan? Vanas palabras, que servirían, cuando más para acreditar el juicio y la sensatez de sus autores; pero el pueblo para cuyo bien se hacen, yacerá con las mejores ideas especulativas en un estado perpetuo de opresión y miseria. Leyes civiles y criminales había en nuestros antiguos códigos, buenas, excelentes; pero allí dormían para satisfacer la curiosidad de los eruditos, entretanto que el pueblo estaba a merced de un favorito ambicioso y despótico, de un juez venal y otros malvados que los insensibles tiranos emplean para tormento y ruina de los pueblos.
Muchas veces han llegado quejas al congreso nacional sobre la inobservancia de las leyes y últimamente hemos visto con escándalo la resistencia de un prelado al benéfico decreto de señoríos. ¿Sucedería esto si el primer ejemplar se hubiese castigado con todo rigor sin distinción de personas? ¿Durarían aun los desórdenes en las provincias libres? ¿Tendrían audacia los intrigantes para minar sordamente el edificio político? ¿Osaría un capcioso moralista excitar dudas sobre el juramento que se debe a la constitución? No, ciertamente: con el castigo todos hubieran aprendido a respetar las leyes: el juez administraría justicia con legalidad y prontitud; el general tendría disciplinadas las tropas; el eclesiástico no dejaría las funciones pacíficas de su augusto ministerio, para introducir la cizaña con escritos sediciosos; y finalmente todos los ramos de la administración pública tendrían el debido arreglo.
Además ¿cómo podrá acreditarse - cómo hacerse respetar - un gobierno débil? ¿Qué freno tienen con él los malvados y qué estimulo los virtuosos? El que trata de violar o eludir las leyes, al ver la irresolución con que se conducen los ejecutores de ellas, se entrega desenfrenadamente a sus depravadas inclinaciones; por el contrario, cuando el gobierno es firme, activo y vigoroso, se reporta y tiene a raya sus torcidos deseos.
La práctica de estos principios, tan necesaria en toda sociedad bien ordenada, se hace absolutamente indispensable en el estado a que nos hallamos reducidos; pues la conducta contraria nos alejará más y más del anhelado fin que nos hemos propuesto en nuestra gloriosa insurrección. Porque a la verdad, si el pueblo ve que se quedan impunes o tal vez se premian los desaciertos culpables de un general, ¿con qué gusto ha de tomar las armas contra el enemigo? Si un patriota se presenta a pedir justicia ante un magistrado, y este le entretiene con diluciones maliciosas, o sentencia en favor de la sin-razón, ¿qué apego ha de tener al nuevo orden de las cosas? ¿qué confianza en el gobierno? ¿qué esperanzas de mejorar de suerte? Si el afanado labrador franquea el fruto de su trabajo para mantener al benemérito soldado, y le ve hambriento mientras un jefe o comisario se engalana a costa del sudor ajeno; ¿dejará de entibiarse su patriotismo? ¡Oh! Cuantas quejas de esta clase oímos frecuentemente a los que vienen del interior, y las vemos confirmadas por cartas particulares. ¡Desdichados pueblos que después de estar expuestos a la rapacidad de un feroz e insultante conquistador, tenéis también que sufrir los desafueros de vuestros hermanos!
¿Y es posible que en cuatro años de costosísima experiencia y males sin tasa no se hayan reformado tantos vicios? ¿Consistirá acaso en que hay muchos empleados públicos, partidarios del antiguo sistema, puestos a toda innovación y avezados a la tiranía? ¿Será porque se ha premiado pocas veces el verdadero mérito y se han repartido los honores y destinos entre deudos, favoritos y paniaguados? Mucho han influido ciertamente estas causas y otras de igual naturaleza; pero la principal, la fuente de donde han dimanado todas, ha sido la flojedad del gobierno para hacer que se obedezcan las leyes, no castigando a los infractores con el rigor debido. De aquí las dispersiones escandalosas de los ejércitos, las infames entregas de plazas y las cobardes fugas de algunos cuerpos en lo más encendido de la pelea; de aquí también la lentitud y el atraso en los pleitos civiles y causas criminales, las prisiones injustas de algunos patriotas beneméritos y la descarada impunidad con que se han cometido los desórdenes más perjudiciales al bien de la patria: últimamente, de aquí los infinitos abusos que se han notado hasta ahora en la administración pública.
Será, pues, inútil la constitución y habrán trabajado en vano los representantes del pueblo, si el poder ejecutivo no hace que se observen inviolablemente las leyes sancionadas; si se permite que algunos fanáticos o egoístas estén siempre atizando el fuego de la discordia en violentas inventivas contra la soberanía y representación nacional; si a todos, en fin, no se les hace caminar por la senda del honor y de la justicia. Que no haya en adelante respetos y miramientos; que la seguridad de la ley alcance igualmente al poderoso y al desvalido, al magnate y al jornalero. Vea el pueblo español que pelea no para defender las inmensas propiedades y monstruosos derechos de ciertos cuerpos privilegiados, sino para asegurar su libertad política y civil y para vivir en adelante con la dignidad correspondiente a un ciudadano español. Vea un gobierno activo y firme ejecutor de las leyes que se establecen para la común utilidad y entonces podremos prometernos nuevos esfuerzos, más enardecido entusiasmo y mayor odio a la tiranía extranjera.
Antes de cerrar este artículo, nos parece del caso hacer una observación por la analogía y enlace que tiene con el presente asunto. ¿Por qué no ha de llevarse al extremo el rigor de la justicia que están insultando a la nación con los más atroces asesinatos? Vimos que arcabucean a un jefe de partida; mas, que ahorcan en Sevilla a un sargento del cuerpo del general Ballesteros, y no vemos colgados diez franceses por cada español en los palos más altos de la bahía, para que sus hermanos de esclavitud los vean desde la costa de enfrente y tiemblen y respeten el nombre español. ¿Hay por ventura otro medio de contener a esos feroces vándalos? ¿No está clamando la sangre de tantas inocentes víctimas por una venganza terrible y ejemplar? Afuera, pues, las pueriles conmiseraciones o tal vez los miramientos del egoísmo: muerte afrentosa a esa canalla siempre que traspasen las leyes del derecho de gentes.
- Jueves, 19 de marzo de 1812.