La verdad de la guerra, la guerra a la verdad

Ha estallado una guerra, nada de particular, una más entre tantas, esta vez un poco más cerca de nuestros confortables residencias, en suelo europeo, ello azuza el nivel de inquietud, de ahí las numerosas, indignadas e impotentes protestas, pero en el fondo y a no ser que te toque el bolsillo de una manera directa, aún prevalece el sentimiento de lo ajeno, como si no fuera con uno el tema. Y cuando nos toca el bolsillo rápidamente nos entregamos a la tarea de afilar y enseñar nuestras garras. Esta es nuestra educación, esta es nuestra colocación existencial, este es nuestro desatino, entre tantos otros. La guerra como espanto y purga, como locura y desvarío, una orgía de matanzas que parecen seguir el dictado de desvergonzadas venganzas y justicias alucinadas.

Como más o menos, clama Rumí el poeta de ningún lugar, no soy ni de aquí ni de allá, ni tuyo ni mío, ni religioso ni ateo, ni blanco ni negro, solo veo luz yendo a contracorriente de las ilusiones de grandeza, de los cobardes desafíos del orgullo, a contracorriente, como el tenaz salmón, de las modas y modos de la corrección. Nadar a contracorriente de lo común y de la comunidad cuando esta enloquece de victimismo y busca atroces recompensas para sentirse compensada, “justamente” retribuida.

A contracorriente del orgullo, del miedo, de la dureza de corazón, de la mente calculadora y mercachifle, de los proyectos de éxito, de la farsa y la mentira de nuestro estilo de vida.

Las tropas de combate arden en rabia, los civiles desarmados, frágiles, tiemblan impotentes y los políticos enloquecidos por sus estrategias de sacar provecho de la situación, alimentan el fuego de la hoguera homicida. El caos se adueña de las mentes, la vida se emponzoña por las brumas cadavéricas. Huir, huir esta es la consigna, no hay remedio, sin luz al final del túnel solo queda huir de la muerte, de la demencia que campa a sus anchas en el triste paisaje miserable que nos envuelve.

Asistir al espectáculo pornográfico del mundo actual, aceptando amargamente que el mero hecho de asistir te convierte en cómplice de este y que para más inri todo aquello de lo que abominas de este mundo también lo reconoces en ti mismo, es además de una condena insoslayable a la depresión, la oportunidad de vivir, redescubrir y pasmarse ante el pozo sin fondo del alma humana.

Por el ojo de la cerradura intento vislumbrar una explicación a tal desaguisado y hasta hoy solo alcanzo a contemplar tres hipótesis:

  1. Un universo depredador
  2. Una genética defectuosa o un irredento castigo divino
  3. Guerra a la Verdad.

Un universo depredador

Muchas veces me sorprendo a mis mismo pensando que el problema no tiene nada que ver o muy poco, con el alma humana, y esto me ocurre solo cuando considero que el pavoroso testimonio de los antiguos y modernos videntes mexicanos es verdadero. Según este testimonio, facilitado por el antropólogo Carlos Castaneda, estamos sitiados, colonizados y depredados por alienígenas y me atrevo a decirlo aún cuando ello sea el hazmerreir de muchos que al llegar a este punto del relato, simplemente dejen de leerlo considerando esta idea como una locura más conspiranoica y un servidor un “iluminado” nihilista o un tarado mental.

Por eso, dirijo este escrito a aquellos que puedan admitir la posibilidad de que el testimonio mencionado sea cierto. Por lo que a mí respecta he de reconocer que no tengo evidencia de ello pero con todo no puedo descartarlo como una imposibilidad. Los alienígenas, según dicen, nos tienen controlados, depredados pues somos su alimento. Son seres inorgánicos y por tanto invisibles a nuestros sentidos que no se alimentan de nuestra carne sino de la energía más preciosa que poseemos, la energía de la consciencia. Y lo hacen con la misma indiferencia y frialdad que nosotros depredamos a los pollos y a los cerdos (¿de dónde surge la inusitada idea de que los seres humanos estamos en la cúspide de la cadena predatoria?). Según dice estos chamanes, somos carne de cañón, mejor, delicioso alimento para su voracidad y, para controlarnos, al igual que nosotros construimos gallineros y macrogranjas, ellos han construido “humaneros”. Esto “humaneros” están constituidos por los sistemas de creencias que son la base de todo orden social y de todo conflicto entre sus habitantes. No me extiendo más pues para los posibles interesados la obra del antropólogo/chamán se explaya lo suficiente sobre este espinoso e increíble tema: los voladores.

Una genética defectuosa o un irredento castigo divino

Si dejo de lado esta hipótesis, he de confesar que me cuesta entender y aún más aceptar tanta estulticia y estupidez humana. ¿Cómo es posible que los maravillosos edificios de la filosofía, las ciencias, las artes, la tecnología vayan siempre acompañados o precedidos por la monstruosa mediocridad humana a la hora de relacionarnos los unos con lo otros. Relaciones internacionales, relaciones laborales, relaciones de pareja, amicales, familiares, con los vecinos, con los diferentes siempre están a la merced de los “instintos” más bajos. Por mucho que nos esmeremos en mantener las apariencias, de seguir lo “políticamente correcto”, casi siempre acaba venciendo el conflicto, y las bajas pasiones, el afán de poder, dominio y venganza, la codicia, la envidia y el rencor, una amalgama de emociones destructivas que en su visceralidad e irracionalidad acaban convirtiendo al ser humano en un ego-maníaco homicida o suicida.

Este razonamiento tiene que basarse irremediablemente en una idea de que la naturaleza humana es así, está o bien en nuestro genes, o bien en la condena original que cargamos en nuestras espaldas desde el día del pecado original, pecado que a pesar de los esfuerzos amorosos de Cristo o Mahoma o el Buda, parece que sigue inmutable. Una pesada carga que ni la educación ni la historia, ni la cultura han podido, cambiar en toda la historia de la humanidad. Parece que no hay esperanza.

Aunque quizás el fallo reside en la expectativa de que el lado oscuro de la condición humana no debería existir, o habría de eliminarse, vano intento que ha movilizado a los moralistas de todas las épocas, quizás si elevamos nuestro pensamiento al nivel de la dialéctica podamos aceptar sus verdades, que vida y muerte, amor y odio, atracción y rechazo, placer y dolor, alegría y sufrimiento y por derivación el resto de pares de opuestos que podamos concebir están insoslayablemente unidos. Sólo en base a esta polarización la consciencia humana puede ser, y crecer (para arriba) y profundizar (para abajo), metáforas verticales que anuncian que la condición de la existencia humana y posiblemente no-humana, implica un estar crucificados en el eje polar que obliga y nos empuja, nos guste o no, a tener que vivir la vida y la muerte en todo su estremecedora contradictoriedad. No hay oasis real más allá de los paraísos artificiales creados por la fantasía y el autoengaño. El desierto de la vida, el caos, el desatino y el vacío que impera detrás de todo ello resulta implacable, espera su turno, irrumpe de nuevo cuando las fantasía pierden fuelle, se desinflan tras la mordida de lo real, que tarde o temprano se impone y acaba con las imposturas e ilusiones infantiles que a todos nos persiguen a pesar de que la niñez hace mucho que quedó atrás.

La guerra a la Verdad

Arriba he mencionado el vacío imperante que fundamenta los edificios de la fantasía alucinatoria en la que malvivimos, ahora dejo paso al pensamiento heideggeriano del Ser, concretamente el olvido del Ser, sello y cuña distintiva del camino que Occidente ha transitado desde sus orígenes. Un camino marcado por el interés exclusivo por conocer, manipular y usar a los entes. Tan exclusivo que la misma ciencia no conoce ni cree que se deba conocer nada más allá o más acá de este ámbito. Un ámbito que determina nuestro modo de ser-en-el-mundo.

No podemos evitar hoy saber que nuestro planeta es un minúsculo grano de arena en el colosal desierto que es el Universo, por tanto a quién le importa el destino o la suerte de este minúsculo grano de arena, con ello quiero decir que no es para nada descartable que esta guerra o cualquier otra que se presente acaben siendo la solución final, no como la quería Hitler pero si como la están preparando la camada de enfermos mentales que son algunos, mejor, muchos políticos y no solo ellos, los psicópatas oligarcas supermillonarios, los pobres resentidos, los traumados, los crédulos, etc. , etc. Podemos todos irnos al carajo y el Universo ni se enterará posiblemente. Y quizás sea mejor así, no sé pero tal y como están las cosas creo que la única curación a esta insanidad que nos persigue es aceptar lo que hasta ahora nos horroriza. Ya lo alertó Nietzsche y tenía razón. Los valores, los sistemas sociales, las doctrinas y credos son fruto de la incapacidad de acoger y reconocer este indómito vacío nihilista que nos envuelve en su manto gélido, el horror que sentimos hacia éste ha de superarse por medio de volver real la proclama del filósofo, dejar ser al ser. Vaciarse de toda pretensión ventajista, dejar de hacer para acoger el vacío del ser. Del horror vacui a la plenitud quieta y silenciosa de un vivir en el vacío de metas, sin cálculos, ni ocio, ni negocios. Seguir la llamada silenciosa y creativa del asombro reverencial de saberse habitante del infinito misterio. Nada más ni nada menos. Pero no hay solución para esta humanidad, a pesar mío, he de reconocer que Castaneda tenía razón cuando enfáticamente afirmaba tan deprimente proclama. Hoy toca identificarse con los ucranianos, pobres ellos, aplastados por la inmensa bota imperialista rusa, pero me acabo de enterar de las penurias de un grupo de africanos que horrorizados intentaban como tantos otros huir del país en guerra, han sido maltratados vilipendiados por la policía y militares ucranianos racistas todos ellos, tanto como los “civilizados” europeos que les deniegan asilo o documentos para que puedan vivir y trabajar decentemente.

Por ello estamos ante el horror vacui, un vacío no reconocido, el vacío en el que no hay bandos, que revela lo ilusorio del esquema de los buenos por allí y los malos por allá, de las víctimas y victimarios. Aunque la sangre derramada clame por una clarificación, más bien exige que nos sacudamos la modorra existencial y la pereza del pensamiento y nos tomemos la molestia de pensar más seriamente cual es el problema verdadero. Y aquí me refugio una vez más en Heidegger y bajo su luz concuerdo que el fundamento del problema es la Verdad , esto es, su ausencia. Y con ello la imposibilidad de aprender de la historia, repetimos los mismo errores vivimos bajo una férrea concepción del pensamiento único el que hoy domina y nos lleva al cementerio colectivo. Un pensamiento calculador, utilitario que la ciencia, la tecnología, la economía y el (sin)sentido común se edifican en torno a él y que es de suma importancia para la supervivencia y el progreso pero que al acaban promoviéndolo como la única forma de pensamiento válida, todo su potencial benéfico acaba volviéndose en su contrario.

La imagen del ser humano y la naturaleza, se ven reducidas por este tipo de pensamiento a recursos disponibles y dispensables, reemplazables, todo lo cual alimenta y es alimentado por una voluntad de poder desatada que, como ya advirtió Nietzsche, aliada al pensamiento calculador solo busca acrecentarse a si misma. 

Mientras que consideremos a éste como un mono evolucionado que lucha en la jungla de la supervivencia y la ley del más fuerte, mientras creemos que los que triunfan son los más aptos y mejor preparados por la evolución, mientras despreciemos al que fracasa y adoremos al que tiene éxito, mientras sofoquemos el rubor del sentirnos avergonzados por nuestra gélida indiferencia al dolor ajeno, mientras reaccionemos a este dolor con gestos simbólicos de indignación mientas al instante siguiente calculamos el saldo restante para irnos de viaje en unas merecidas vacaciones, todo está perdido, de antemano.

Se equivocan la miríada de intelectuales y analistas cuando parten de un enfoque moralista obsesionado en buscar a los culpables porque la culpa solo existe en ausencia de la verdad puesto que en verdad todos o nadie somos culpables, se equivocan estos mismos moralistas cuando se enfocan en los líderes, los políticos o los militares salvapatrias de turno puesto que ellos no son sino el reflejo caricaturizado de la psique colectiva, esto es, de cada uno de nosotros. Hitler, Stalin, Franco, Putín, Trump y el conjunto inmenso de “pinches tiranos” que pululan en las empresas, los hogares, las ventanillas de funcionarios, todos ellos títeres y enfermos de fuerzas psíquicas colosales, tanto más poderosas en tanto que negadas.

La violencia del macho, del blanco, del rico, del negro, del pobre, del mal nacido y del bien parido, del listillo de turno y del borde que vocifera, del cobarde que rehuye la verdad de si mismo y del pavo inflado que se cree mejor que los demás, es la misma violencia con múltiples disfraces, lobos en busca de sus caperucitas rojas.

Y detrás de todo ello, el silencio infinito que solo se percibe bajo la influencia del pasmo reverencial ante lo ignoto, ante el vacío que acaba siendo un oasis de calma que sólo colma a los desengañados de los cantos de sirena de las ideologías y creencias dominantes.

Mejor entonar un canto por la humildad, un canto por dejar de juzgar a los demás y empezar a ser justos, un canto por reconocer que nada de lo humano nos es ajeno y que en cada uno de nosotros hay multitudes en espera de ser reconocidas y acogidas en su verdad.

Que el olvido del ser es lo que nos llevó a dejar de lado nuestra esencia como seres-para-la-muerte, olvido que es origen de la monstruosidad del edificio colectivo de patrias, identidades y clases sociales con sus divergentes e irreconciliables intereses que las dominan.

La guerra a la verdad

Y de nuevo el tema de la verdad, del saber, mejor, del atreverse a saber, menudo tema para plantearse en una época en que las fake news nos asfixian y en la que la verdad oficialmente no existe. Alguien ha calificado la condición del ser humano actual como la del Homo Absconditus, escondidos en la comodidad del sofa y del mando de la TV, escondidos en nuestras excursiones de fin de semana o vacaciones, escondidos detrás de la hipocresía de lo políticamente correcto, de nuestras protestas "indignadas", escondidos detrás de nuestros sueños de grandeza, de felicidad merecida, de la constante preocupación, obsesión por las cuentas bancarias, ansiosos por un futuro imaginado, por sus cálculos anticipatorios, perpetua y calladamente temerosos por la muerte, esto es por el vacío. Y sobretodo escondidos de la Verdad, en un mundo relativista en que ta sabemos que no hay hechos solo interpretaciones y que cada uno tiene derecho a Su verdad. 

Insisto, mi crítica no es al pensamiento calculador que es el más sofisticado y efectivo que ha desarrollado la humanidad, sino a la pretensión de adoptarlo como el único real, el que ha de dar todas las respuestas. Con estos pensamientos, si bien parto de una noticia de rabiosa actualidad, la guerra, intento situarme en otras coordenadas, marcadas por Heidegger como la diferencia entre lo que pasa y lo que acontece, lo que pasa son las noticias, lo que acontece alude a otro plano mucho más fundamental, que nunca aparece en los noticieros, ni en los análisis de los media, en sus palabras “lo que acontece quiere decir lo que sostiene y constriñe a la historia, lo que desencadena de antemano los hechos contingentes y proporciona de antemano el espacio libre para las resoluciones, lo que dentro del ente representado objetivamente es en el fondo aquello que es… lo que acontece no se verifica nunca con comprobaciones historiográficas de lo que “pasa”, que es aquello que desfila delante de nosotros en el primer plano conformado por los sucesos y las opiniones que surgen… solo es posible saberlo de modo pensante…”

Entre la angustia que empuja a una obsesiva evitación y huida del horror del pasado, del sinsentido del presente y del agónico desastre que nos deparará el futuro y la no menos obsesiva exigencia de que desaparezca de la vida, nos queda la posibilidad hoy anémica de disponernos a un pensar radical aquel que plantea que el problema de la Verdad es ineludible.

La Verdad de que todo aquello que despreciamos en los otros anida invisible e irreconocible en la propia alma, todo aquello que tememos del Otro es nuestra sombra que acecha en espera de su turno, que lo que rechazamos del diferente es lo que ignoramos de nosotros mismos, por aquello reitero lo que clama el poeta “nada de lo humano me es ajeno”. Esta Verdad es la que abre la puerta a la posibilidad heideggeriana de “dejar ser al ser”.