“Redondos, brillantes, vibrantes, fundentes,
de fina puntilla, dorada y crujiente, como único adorno van festoneados,
y siempre, digo siempre, siempre muy calientes.
Finísimo velo recubre la yema,
haciéndole guiños al buen comensal,
y la clara densa, cuajada y muy blanca, rodea, amorosa, todo su caudal.
Mas si tú introduces el pan en su vientre,
éste estalla, libre, y te hace gozar
de todo su aroma, de toda su esencia,
e invade en segundos todo el paladar.
Tú sigues mojando el pan en la yema, hasta que la apuras y no queda más,
y dejas la clara, vacía y desnuda,
luego te la comes y... vuelta a empezar”.