"Me tocó recorrer una mañana con un grupo de alumnos las distintas salas del Museo del Prado. A instancias del jefe de estudios, compartí con una compañera la tarea de pastorear al nutrido rebaño. Uno habría preferido declinar la solicitud de su superior, pero hechas las cuentas y sopesadas las posibles consecuencias, es obvio que comporta ventajas pasar por el aro. No creo, además, que en sentido estricto existiera solicitud alguna, sino un modo cortés de emitir una orden inapelable. Aún no llevaba tres años en el instituto, estaba a punto de ser padre, sentía que la necesidad de ganar un sueldo todos los meses me apretaba el cuello como un dogal: debía hacer méritos, conseguir aceptación, en una palabra, someterme. Hoy ya no tengo duda de que así es como caemos en la trampa social: matamos nuestra juventud y traicionamos nuestros ideales. En esto consiste la madurez: en resignarse a hacer un día y otro y otro, hasta la jubilación, incluso más allá, lo que a uno no le apetece, por conveniencia, por necesidad, por diplomacia, pero sobre todo por una cobardía que se va convirtiendo en hábito. Si te descuidas, acabas votando al partido aquel que tanto aborreciste".
Fernando Aramburu