LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Las generaciones de los hombres, Iliada, VI 146-149

"Como las hojas de los árboles nacen y padecen, así pasan del hombre las edades: que unas hojas derriban por el suelo los vientos del otoño y otras crían la selva al florecer y ufanas crecen al aliento vital de primavera; las generaciones de los hombres"

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Nombres y Apodos

Cuando alguien recibe un apodo, suele ser porque es un personaje, y puede acabar creyéndose más al personaje que a la persona. Con alguien que usan su propio nombre en calidad de apodo, demuestra ser alguien singular, una persona-personaje irrepetible, tanto para bien como para mal.

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Y la Muerte Perderá su Dominio, de Dylan Thomas

Y la muerte perderá su dominio.

Los muertos desnudos serán un solo muerto.

Con el hombre en el viento y la Luna de occidente;

cuando se descarnen los huesos y desaparezcan los huesos.

Donde hubo codos y pies aparecerán estrellas.

Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir.

Y aunque los amantes se extravíen perdurará el amor.

Y la muerte perderá su dominio.

Y la muerte perderá su dominio.

Bajo los remolinos del mar

aquellos que yazgan largamente no morirán en la tempestad

retorciéndose en el tormento, cuando cedan los tendones

atados a una rueda no podrán destrozarse;

entre sus manos la fe se romperá en dos

y el Unicornio del mal los atravesará.

Y hendidos por todas partes no se desmembrarán.

Y la muerte perderá su dominio.

Y la muerte perderá su dominio.

Nunca más las gaviotas gritarán en sus oídos

o se romperán las olas tumultuosamente en la ribera;

allí donde se abrió una flor nunca más otra flor

ofrecerá su cabeza a los golpes de la lluvia.

Y aún locas o muertas como clavos

atravesarán la margaritas con sus cabezas de señoras;

irrumpiendo sobre el Sol hasta que el Sol se desprenda.

Y la muerte perderá su dominio.

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Atribuido a Hermann Hesse

Atribuido a Hermann Hesse

"La paciencia es la cosa más dura para el espíritu. Pero es lo más duro y lo único que merece la pena aprender. Todo lo que es naturaleza, desarrollo, paz, prosperidad y belleza en el mundo descansa en la paciencia; requiere tiempo, silencio, confianza". 

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Fragmento de "La Resistencia" - Ernesto Sabato

Fragmento de "La Resistencia" - Ernesto Sabato

Les pido que nos detengamos a pensar en la grandeza a la que todavía podemos aspirar si nos atrevemos a valorar la vida de otra manera. Nos pido ese coraje que nos sitúa en la verdadera dimensión del hombre"



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Monarquía Constitucional Gatuna, según Mark Twain

Alegué que los reyes son peligrosos. Entonces los reemplazaremos por gatos, propuso Clarence.

Estaba convencido de que una real familia gatuna podía cumplir las funciones pertinentes: serían tan útiles como cualquier otra familia real, no tendrían menos conocimientos, poseerían las mismas virtudes y serían capaces de las mismas traiciones, tendrían la misma propensión a armar embrollos y tremolinas con otros gatos, resultarían risiblemente vanidosos y absurdos sin jamás darse cuenta de ello, saldrían baratísimos y, por último, ostentarían un derecho divino tan solvente como cualquier otra casa real, de modo que «Misifú VII, o Misifú XI, o Misifú XIV, soberano por la gracia de Dios», les quedaría igual de bien que a cualquiera de esos mininos de dos piernas que moraban en palacio.

-Y por regla general -explicó en su inglés moderno y esmerado-, el carácter de los gatos estaría muy por encima del carácter de un rey-promedio, lo cual sería una enorme ventaja moral para la nación, dado que la nación siempre toma como modelo el comportamiento moral de sus monarcas.

>>Como la veneración de la realeza está fundada en la irracionalidad, estos graciosos e inofensivos gatos podrían fácilmente llegar a ser tan sagrados como cualquier otra realeza, e incluso más, porque se empezaría a observar que no mandaban colgar a nadie, que no ordenaban decapitar a nadie, y que tampoco encarcelaban a sus súbditos ni les hacían sufrir crueldades o injusticias del tipo que fuere, de modo que debían ser merecedores de amor y reverencia más profundos que los reyes humanos habituales, y de hecho así ocurría. Los ojos de toda la doliente humanidad pronto se volcarían sobre un sistema tan humanitario y benigno, y pasado un tiempo comenzarían a desaparecer los carniceros que componen las familias reales, y los súbditos de dichos reinos llenarían los puestos vacantes con gatitos de nuestra propia casa real.

>>Nos convertiríamos así en la fábrica que aprovisionaría los tronos del mundo. Antes de que pasaran cuarenta años, Europa entera sería gobernada por gatos, gatos de nuestra producción. Se iniciaría entonces el reinado de la paz universal, que continuaría por toda la eternidad... ¡Miaaaaauuuuu!. Fffuuusss. Fizfizfiz.

¡Que lo cuelguen! Pensé que estaba hablando en serio, y sus palabras comenzaban a persuadirme, cuando de repente soltó aquel agudo maullido que por poco me hace pegar un salto de la sorpresa.

Un yanki en la corte del Rey Arturo, Mark Twain

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El ermitaño y los diablos

Un ermitaño, que había estado rezando durante treinta y tres años seguidos, vio que a la casa del zar acudían los diablos. Un día, el diablo cojo, Potanka, se quedó rezagado. El ermitaño salió y le preguntó a dónde se dirigían todos los días.

—Vamos a casa del zar a comer. Sus cocineros lo preparan todo sin santiguarse, ¡lo cual nos gusta mucho!

Como de la casa del zar le traían comida todos los días, escribió en los platos vacíos que los diablos iban a comer a la mesa del zar. Cuando este vio lo que le había escrito el ermitaño, reemplazó a todos los criados que tenía en la cocina por gente devota que, al dar inicio a cualquier tarea, decía:

—¡Que Dios nos bendiga!

Pronto vio el ermitaño de nuevo a los diablos: habían marchado al palacio alegres y felices, pero venían de regreso tristes y decepcionados.

Volvió a preguntar a Potanka por qué regresaban tan apenados.

—¡Ten la boca cerrada! ¡Ya te lo haremos pagar!

Después de aquel encuentro, dejó el ermitaño de ver a los diablos. Un día, llegó a su casa una mujer piadosa, y él le preguntó quién era y de dónde venía. Entablaron conversación, tomaron vino, se emborracharon y acordaron casarse.

Fueron a la iglesia, ya lo tenían todo arreglado. Dio inicio la ceremonia. Cuando estaban a punto de ponerles las coronas, se santiguó el ermitaño. Los diablos se echaron atrás, y él vio delante de sí una soga que estaba dispuesta para ahorcarlo.

Después de aquel suceso, se pasó rezando otros treinta y tres años.

FIN

Autor: Aleksandr Nikolaievich Afanasiev.

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El soborno moderno

Actualmente, los sobornos siguen siendo obligatorios, pero ya no te dan casi nada ni te hacen favores a cambio de ellos.

El profesor A. Donda. Stanislaw Lem

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El orden de las cosas

La termodinámica debe más a las máquinas de vapor que las máquinas de vapor a la termodinámica.

(Schrödinger)

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Fragmento de Temblor, de Rosa Montero

Antes de nuestro tiempo hubo un tiempo más antiguo. Otra civilización, un mundo diferente, muy técnico, rico en ingenios mecánicos. Tú has estudiado algunos de sus saberes en los Libros Secretos.

—Sí...

—Pues bien, ese mundo desapareció un día abruptamente, no me preguntes cómo. Poseían el secreto de una energía muy poderosa, mil veces más fuerte que el fuego, y quizá fuera eso lo que arrasó el planeta.

Puede que se tratara de un accidente, un fallo técnico. O un sabotaje, o la consecuencia de una guerra. O incluso la caída de un meteorito, no lo sé.

En sus anales, los supervivientes sólo se refieren a la Gran Catástrofe, sin especificar las causas concretas.

Los pobres infelices debieron de creer que un hecho de semejante magnitud estaría siempre presente en el recuerdo de las gentes y que no era necesario ser más explícitos. No sabían nada de la fragilidad de la memoria y de la capacidad humana para manipular la Historia.

Se detuvo, hurgó en el cestillo de los dulces con su rechoncho índice, escogió un par de ellos y se los metió en la boca.

—En el planeta no quedó nadie vivo —farfulló—. Pero en aquella era remota los humanos habían inventado la manera de navegar por los cielos, lo mismo que se navega en los océanos. En el espacio flotaban una especie de enormes barcos llamados satélites artificiales, verdaderos mundos en miniatura en los que vivían pequeñas comunidades de colonos.

Después de la Gran Catástrofe, los colonos esperaron a que la tierra se enfriara y regresaron, con todos sus animales y pertenencias, para construir un mundo nuevo.

Debían de ser criaturas nostálgicas. Aquí sólo encontraron una tierra abrasada, fulminada... y un montón de cristales.

El inmenso brasero que había consumido el planeta había dejado tras de sí un residuo sólido; los habitantes, las plantas, los animales, los soberbios edificios y las sofisticadas máquinas se habían fundido, condensado y reducido, y en su lugar sólo quedaba esa estéril cosecha de vidrios resplandecientes.

Los colonos recogieron los cristales, que no estaban repartidos uniformemente por la superficie del planeta, sino concentrados, quién sabe por qué caprichos físicos de la hecatombe, en tres o cuatro yacimientos, y los guardaron respetuosamente, como un memento de los muertos y del mundo perdido.

—Y así surgió la Ley y la adoración del Cristal... —musitó Agua Fría, fascinada.

—No tan de prisa, pequeña, no tan de prisa. Los mundos se hacen despacio, con cambios aparentemente imperceptibles...

No, al principio nadie habló de adoraciones ni de dogmas. Eran pocos, eran gentes preparadas y cultas y tenían la inapreciable oportunidad de poder empezar desde cero. Ambicionaban construir un mundo perfecto y casi lo consiguieron, porque la realidad, aunque rebelde, termina por parecerse a nuestros sueños, si éstos se sueñan con la suficiente perseverancia.

Durante muchos siglos el nuevo mundo creció y se desarrolló apaciblemente. Era una sociedad horizontal, sin jerarquías; las decisiones se tomaban de modo asambleario y los cargos ejecutivos eran desempeñados por riguroso turno rotatorio. Todos eran iguales entre sí, hasta el punto de que ni siquiera las mujeres tenían preeminencia alguna sobre los hombres. Y habían aprendido a controlar la técnica, a servirse de ella sin resultar esclavizados.

Como ves, era un mundo feliz y aburridísimo.

Océano se detuvo y se enfrascó en la trabajosa tarea de despegarse con el dedo un residuo de dulce que se había quedado adherido a sus roídas muelas.

—¿Y qué sucedió? ¿Qué falló? —urgió Agua Fría con impaciencia.

—Sucedió que crecieron demasiado, y ahí empezaron los problemas.

Al principio no existía la Mirada Preservativa; los colonos, que eran sin duda gentes románticas, establecieron desde el primer momento una sencilla ceremonia de muerte que implicaba el uso del Cristal, como emblema de la civilización perdida y recordatorio del nuevo mundo que pretendían construir.

Con el tiempo, el ritual se fue complicando; desarrollaron la Mirada Preservativa y adjudicaron un adolescente a cada anciano, y unas cuantas generaciones más tarde descubrieron

que las cosas se borraban si alguien fallecía sin haber completado la rutina.

Ya te digo que la realidad acaba por adaptarse a nuestros sueños... y a veces también a nuestras pesadillas.

Durante siglos el sistema funcionó perfectamente: todas las mujeres, todos los hombres disponían de cristales y de aprendices a los que traspasar la responsabilidad de sus memorias. Pero crecieron tanto, el mundo se pobló de tal manera, que llegó un momento en el que ya no hubo cristales para todos. De modo que se vieron en la necesidad de crear un comité que decidiera quién iba a recibir un cristal y quién no; quién podría perdurar en el recuerdo de su aprendiz y quién se vería condenado a la desolación de la muerte verdadera.

Era la primera vez que se introducía un elemento de desigualdad en ese mundo igualitario, y resultó fatal.

El delicado equilibrio se rompió; el comité de selección comenzó a adquirir un poder inmenso, y todo poder lleva en sí mismo el ansia de perpetuarse, la tentación de lo absoluto.

En algún momento de los tiempos el comité se convirtió en una casta y se creó una religión para justificar los privilegios.

Así apareció una Ley, así nació el imperio. Así surgimos nosotros, los reverenciados y venerables sacerdotes.

Océano hizo una pausa, chascó la lengua y se palmeó con satisfacción la amplia barriga.

—Los sacerdotes hicimos un pasado a nuestra medida y reescribimos la Historia del mundo. Conscientes de que el saber es la llave del poder, nos apropiamos de los conocimientos existentes. Los adelantos técnicos, los logros de nuestros antepasados, pasaron a ser patrimonio secreto y privado.

Y el pueblo olvidó. El ser humano siempre olvida.

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Los habladores

Escena I

PROCURADOR, SARMIENTO, y detrás ROLDÁN, en hábito roto con su espada y calcillas.

 SARMIENTO.- Tome, señor Procurador; que ahí van los doscientos ducados, y doy palabra a usted que aunque me costara cuatrocientos, holgara que fuera la cuchillada de otros tantos puntos.

PROCURADOR.- Usted ha hecho como caballero en dársela, y como cristiano en pagársela; y yo llevo el dinero, contento de que me descanse y él se remedie.

ROLDÁN.- ¡Ah, caballero! ¿Es usted procurador?

PROCURADOR.- Sí soy; ¿qué es lo que manda usted?

ROLDÁN.- ¿Qué dinero es ese?

PROCURADOR.- Dámele este caballero para pagar la parte a quien dio una cuchillada de doce puntos.

ROLDÁN.- Y ¿cuánto es el dinero?

PROCURADOR.- Doscientos ducados.

ROLDÁN.- Vaya usted con Dios.

PROCURADOR.- Dios guarde a usted.  (Vase.) 

Escena II

ROLDÁN, SARMIENTO.

 ROLDÁN.- ¡Ah caballero!

SARMIENTO.- ¿A mí, gentil hombre?

ROLDÁN.- A usted digo.

SARMIENTO.- Y ¿qué es lo que usted manda?

ROLDÁN.- Cúbrase usted; que si no, no hablaré palabra.

SARMIENTO.- Ya estoy cubierto.

ROLDÁN.- Señor mío, yo soy un pobre hidalgo, aunque me he visto en honra; tengo necesidad, y he sabido que usted ha dado doscientos ducados a un hombre a quien había dado una cuchillada; y por si usted tiene deleite en darlas, vengo a que usted me dé una adonde fuera servido; que yo lo haré con cincuenta ducados menos que otro.

SARMIENTO.- Si no estuviera tan mohíno, me obligara a reír usted; ¿dícelo de veras? pues venga acá: ¿piensa que las cuchilladas se dan sino a quien las merece?

ROLDÁN.- Pues ¿quién las merece como la necesidad? ¿No dicen que tiene cara de hereje? pues ¿dónde estará mejor una cuchillada que en la cara de un hereje?

SARMIENTO.- Usted no debe de ser muy leído; que el proverbio latino no dice si no que necessitas caret leye, que quiere decir, que la necesidad carece de ley.

(...)

Miguel de Cervantes Saavedra, "Los habladores, entremés famoso."

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La gran tragedia de Occidente

La gran tragedia de Occidente es que no se consigue compatibilzar la razón con la compasión.

En cuanto alguien siente compasión, deja de pensar razonablemente.

En cuanto empieza a pensar con lógica, deja de sentir compasión.

Es realmente trágico.

Genealogía de la moral. Friedrich Nietzsche

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Por la nieve

¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos, marcando su camino con irregulares hoyos negros. Se cansa, se acuesta en la nieve, enciende un pitillo, y el humo de la majorka[1] se extiende en una nube azulada sobre la nieve blanca y brillante. El hombre ya se ha marchado lejos, pero la nube sigue suspendida en el lugar en que se había detenido a descansar: el aire es casi inmóvil. Los caminos se abren siempre en los días de calma, para que los vientos no barran los trabajos de los hombres. El hombre se marca sus propios puntos de orientación en la infinitud nevada: una roca, un árbol alto. El hombre guía su propio cuerpo por la nieve del mismo modo que un timonel dirige la barca por el río de un saliente a otro.

Tras el angosto e inseguro rastro trazado se mueven cinco o seis hombres pegados el uno al otro, hombro con hombro. Pisan junto a la huella, pero no en ella. Al llegar a un lugar señalado de antemano regresan, y de nuevo caminan de manera que se aplaste la virgen superficie nevada, el espacio aún no hollado por pie humano alguno.

El camino está abierto. Por él puede ir gente, convoyes de trineos, tractores.

Si se sigue tras los pasos del primer hombre, huella a huella, se formará un sendero visible pero difícilmente transitable y estrecho: una trocha y no un camino, lleno de hoyos por los cuales es más difícil avanzar que por la nieve virgen.

El trabajo más duro es para el primero, y cuando a este se le agotan las fuerzas, lo reemplaza otro, de aquel mismo quinteto de cabeza. De entre los que siguen los pasos del primero, cada uno de ellos, incluso el más pequeño, el más débil, debe pisar un pedazo del manto nevado y no alguna otra huella.

Y sobre los tractores y a caballo no viajan los escritores, sino los lectores.

Relatos de Kolima. Varlam Shalamov

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La novedad...

Nuestro deseo de novedad es inagotable. Por eso el capitalismo es un éxito y la monogamia no.

Wellness. Nathan Hill

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Patriotismo (Yukio Mishima)

El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.

Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.

Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.

Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.

Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.

Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.

Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.

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No mires hacia arriba

No mires hacia arriba

Es lo que me ha venido a la cabeza al ver la siguiente imagen. ¿Y a ti?

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La dura vida del parapsicólogo

Ser parapsicólogo es ser un incomprendido, aunque los avances recientes en el conocimiento del cerebro ofrecen nuevas esperanzas. Dean Radin, que ha dedicado una gran cantidad de tiempo a la investigación de los fenómenos psíquicos (telepatía, telequinesia), nos da una idea de cómo es una típica semana para él:

El lunes me acusan de blasfemia unos fundamentalistas que piensan que los fenómenos psíquicos amenazan su fe en la doctrina religiosa revelada. El martes me acusan de culto religioso unos militantes del ateísmo que piensan que los fenómenos psíquicos amenazan su fe en la sabiduría científica revelada. El miércoles me acosan unos esquizofrénicos paranoicos que insisten en que consiga que el FBI deje de controlarles la mente. El jueves solicito unas becas de investigación que me van a denegar porque los comisarios del tribunal que las concede desconocen la existencia de ninguna prueba legítima de los fenómenos psíquicos. El viernes recibo una montaña de correspondencia de alumnos que me piden copia de todo cuanto he escrito en mi vida. El sábado recibo llamadas de científicos que quieren colaborar en la investigación siempre que les garantice que nadie tendrá noticia de su secreto interés. El domingo descanso e intento pensar en alguna manera de conseguir que los esquizofrénicos paranoicos empiecen a dirigirse a los fundamentalistas en vez de venir a hablar conmigo.

La historia de los fantasmas. Roger Clarke

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Lo poco que valemos

Al hablar de lo poco que valemos he hecho un severo examen de conciencia; me he preguntado si no me sumé de forma calculada a la inanidad de los tiempos presentes, para ganarme el derecho a condenar a los demás; seguro como estaba in petto de que mi nombre figuraría en medio de todos esos seres grises. No: estoy convencido de que nos desvaneceremos todos; en primer lugar, porque no hay en nosotros nada que nos haga perdurables; en segundo lugar, porque el siglo en el que comenzamos o terminamos nuestros días tampoco tiene él con qué hacernos perdurables. Generaciones castradas, agotadas, desdeñosas, sin fe, abocadas a la nada que aman, no podrían dar la inmortalidad; carecen de toda capacidad para crear un prestigio; aunque pegarais vuestros oídos a su boca no oiríais nada: no sale sonido alguno del corazón de los muertos.

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La mujer que arruinó al pordiosero (un relato)

Voy a escribir sobre un hecho triste; pero ante mí es como si viera el rostro alegre del señor Vojtisek, ese rostro sano y luminoso, siempre colorado, que, en especial los domingos, me hacía pensar en la carne asada bañada con manteca fresca, que me agrada mucho. Sin embargo, los sábados también –el señor Vojtisek se rasuraba sólo los domingos–, cuando la barba blanca le había crecido de nuevo, como nata espesa ornamentando su rostro ape­titoso, el señor Vojtisek tenía una apariencia agradable. Su pelo también era atrayente. En verdad no tenía dema­siado: le comenzaba a crecer bajo una pelada redondeada y era considerablemente cano, en parte plateado y en parte tendiendo al dorado, pero fino como seda y rodeando la cabeza con delicadeza. El señor Vojtisek siempre tenía el gorro en la mano y se lo ponía solamente si debía pasar por un lugar excesivamente expuesto al sol. En re­sumidas cuentas, el señor Vojtisek me agradaba mucho; sus ojos celestes brillaban vivamente y su rostro entero era una especie de gran ojo redondo y sincero.

El señor Vojtisek era pordiosero. No sé a qué se había dedicado antes. Pero por lo que sé de la Malá Strana seguramente era un pordiosero antiguo y, de acuerdo con su aspecto saludable, podría continuar en su oficio por mucho tiempo. Era como un haya. Era fácil calcularle la edad. En una ocasión lo vi caminando a pasitos por la cuesta de San Juan, calle Ostruha arriba; descubrió al vigilante Simr tomando sol contra la baranda y se le acercó. El señor Simr era un vigilante gordo, tanto que su levita gris siempre parecía a punto de reventar; desde atrás, su cabeza, parecía una pila de salchichas rezumando grasa. Con el perdón de los lectores, el casco rutilante se bamboleaba sobre su gran testa cuando se movía; y cuando se echaba tras algún obrero que desaprensivamen­te y desafiando las reglamentaciones cruzaba las calles llevando la pipa encendida en la boca, se tenía que sacar el casco y llevarlo en la mano. Los niños nos poníamos a reír y a saltar en un pie, pero cuando nos echaba una mirada simulábamos no habernos dado cuenta de nada. El señor Simr era un alemán de Sluknov; si todavía vive –Dios quiera– apostaría a que aún habla el checo tan mal como entonces. "Han de saber –acostumbraba decir– que lo aprendí en un año."

Esa vez el señor Vojtisek se puso el gorro azul bajo el brazo y metió la mano en los abismos del bolsillo de su largo sobretodo gris. Saludó al señor Simr, que estaba bostezando lleno de aburrimiento en su puesto, con las palabras "¡Que Dios lo ayude!", a las que respondió el señor Simr con un saludo militar. Después extrajo su hu­milde cajita de madera de boj para el rapé, la abrió ti­rando la tapa por medio de su presilla de cuero, y se la extendió al señor Simr. Este tomó una pizca y le dijo:

–Usted debe de ser muy viejo. ¿Cuántos años tiene?

–¡Bueno! –respondió el pordiosero, sonriente–, ya han de hacer unos buenos ochenta años que mi madre me dio a luz para alegrarse el corazón.

Con seguridad el lector estará admirado de que un por­diosero se animara a conversar con un vigilante tan afa­blemente, y de que éste no dejara de tratarlo de usted, como sin duda hubiera hecho con algún extraño o con un subordinado. Y también hay que considerar lo que enton­ces significaba un vigilante. No era uno de tantos. Sólo había cuatro: los señores Novak, Simr, Kedlicky y Weisse, que se turnaban de día en la vigilancia de nuestra calle. Eran: el minúsculo señor Novak, del pueblo de Slabec –quien tenía inclinación por determinadas tiendas a las que lo conducía su gusto por la capital de slibovice1–; el grueso señor Simr, oriundo de Sluknov; el señor Kedlicky, que venía de Vysehrad –siempre tenía gesto hosco pero era de corazón tierno–, y por último el señor Weisse, nativo de Rozmital –hombre alto, de dientes descomunales y amarillos–. De ellos se sabía de dónde venían, cuántos años de servicio al rey habían cumplido, y qué cantidad de hijos tenían. Todos gozaban del afecto de nosotros, los niños "del barrio". Nos conocían a todos y por eso po­dían informar siempre a las madres por dónde andaban correteando sus pequeños. Cuando el señor Weisse mu­rió en 1844, debido a las quemaduras sufridas en el incen­dio del "Renthaus", los vecinos de la calle Ostrauha lo acompañaron en su viaje postrero.

Pero ocurre que el señor Vojtisek no era tampoco un pordiosero como los demás. Ni siquiera vigilaba demasiado su apariencia de pordiosero: era bastante pulcro, al menos a principios de semana; tenía siempre bien atado el pa­ñuelo al cuello; su chaqueta mostraba a veces algún re­miendo, pero no como si fuera un trozo de tela añadido sin cuidado, ni de tono demasiado distinto al del traje. En la semana mendigaba en la Malá Strana. Podía pasar adonde se le antojaba y cuando la dueña de casa escuchaba su voz suave ante la puerta, acudía siempre con una moneda de tres centavos. Una moneda de este valor, medio krecjar, todavía valía algo en ese tiempo.

Pedía desde la mañana temprano hasta eso de las once, y entonces se iba a San Nicolás a oír la misa de las doce y media. En las proximidades de la iglesia jamás men­digaba, ni prestaba atención a los pordioseros sentados en la entrada. Luego iba a comer a cualquier parte, ya que sabía que en varias casas le guardaban una cazuela con sobras de la comida. En su comportamiento había algo de desembarazado y calmo, algo que quizás había hecho decir a Theodor Storm en una poesía: "¡Si pudiera ir mendi­gando por los campos!".

El único que no le daba dinero era el señor Herzl, ve­cino del fondo de nuestra casa. El señor Herzl era un hombre alto y brusco al hablar, hecho que se le podía disculpar. Al menos el señor Vojtisek se lo disculpaba. En vez de dinero le daba un poco de polvo de rapé. En tales ocasiones –el encuentro se desarrollaba los sába­dos– se llevaba a cabo el mismo diálogo:

–¡Ah, señor Vojtisek, qué mala época es esta!

–Es cierto, y no va a mejorar en tanto no se ponga el león del castillo en la hamaca de Vysehrad.

El señor Vojtisek aludía al león de piedra de la torre de la catedral de San Vito. Lo cierto es que esa asevera­ción del señor Vojtisek se me había quedado grabada en la cabeza. Que dicho león pudiera, como yo, irse de pa­seo por el puente de piedra hasta el Vysehrad y sentarse en la hamaca que se encuentra allí no era cosa que pu­diera poner en duda con decencia y en mi carácter de hombre serio. ¡Ya tenía ocho años entonces! Lo que no me cabía en la mente era de qué manera sobrevendrían tiempos de bonanza a partir de ese paseo.

Era un bello día de junio. El señor Vojtisek salió de San Nicolás poniéndose su gorro azul para taparse del sol, y cruzó despacio la Plaza de San Esteban, como ahora se la denomina. Se detuvo ante la estatua de la Santísima Trinidad y se sentó en uno de sus peldaños. Atrás se oía el alegre murmullo de la fuente, el sol daba su tibieza, ¡la vida era hermosa! Era claro que el señor Vojtisek co­mería en alguna casa en que no acababan de almorzar hasta pasadas las doce.

Ni bien se instaló, se puso de pie una de las mendigas sentadas en el portal de San Nicolás y caminó hacia él. Le decían "la viejita de los millones". Otras mendigas auguraban que la limosna que recibían volvería cien veces incrementada a sus bienhechores; en cambio ella nunca se conformaba con menos de "millones y millones de ve­ces". Por eso la mujer del oficial Hermann, que asistía a todos los remates de Praga, nunca le daba limosna a otra. La de los millones caminaba erguida cuando quería, y rengueaba a voluntad. Ahora venía erguida y recta­mente hacia el señor Vojtisek, ubicado al pie de la esta­tua. Su vestido de algodón barato, que tapaba su cuerpo magro, no hacía casi ruido mientras caminaba; el pañuelo azul se sacudía sobre la frente con cada paso de la mu­jer. Su rostro siempre me había resultado terriblemente odioso. Era un conjunto de arruguitas que se le dirigían, como fideos finos, hacia la nariz puntuda y la boca. Tenía ojos verde-amarillentos, como un gato.

Se paró próxima al señor Vojtisek.

–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo ha­ciendo una mueca.

El señor Vojtisek hizo nada más que un gesto afirma­tivo con la cabeza, como indicando su acuerdo.

La vieja de los millones se sentó en la otra punta del peldaño y estornudó: "¡Brr!". Después dijo:

–No me gusta el sol; cuando me da en la cara me hace estornudar.

El señor Vojtisek no respondió.

La vieja de los millones se echó el pañuelo algo más atrás, descubriéndose el rostro. Sus ojos guiñaban como los gatos al recibir los rayos del sol; tanto los cerraba como relucían bajo la frente como sendos puntos verdes. La boca se le movía sin cesar, nerviosamente; cuando la abría se notaba que en el maxilar superior, adelante, tenía un solo diente, totalmente negro.

–Señor Vojtisek –comenzó de nuevo–, señor Vojtisek, yo digo siempre: ¡si quisiera usted!

El señor Vojtisek estaba callado. Únicamente torció la cabeza y le miró la boca.

–Yo digo siempre: si el señor Vojtisek quisiera, él podría contarnos dónde hay buenas gentes.

El señor Vojtisek seguía impasible.

–¿Por qué me mira tan fijo? –preguntó al rato la de los millones. –¿Qué ve?

–Ese diente. Me pregunto por qué tiene ese diente solo.

–¡Ah, mi diente! –contestó. Y agregó: –usted sabe que perder un diente es como perder un amigo. Ya están en el cielo todos los que me apreciaron y me trataron decentemente. ¡Todos! Solamente queda uno, pero yo no sé quién es. No sé dónde estará ese amigo que Dios, en su piedad, ha puesto en la senda de mi vida. ¡Dios mío, estoy por demás olvidada!

El señor Vojtisek se quedó observando el piso ante sus pies, sin decir nada.

Una especie de sonrisa, como el reflejo de una alegría, cruzó el rostro de la mendiga, pero esa era una sonrisa odiosa y desagradable. Puso los labios en punta, como si el rostro entero se hubiera condensado allí como en un tallo.

–¡Señor Vojtisek!, los dos aún podríamos ser felices juntos... todos estos días he estado soñando con usted. Me parece que es la voluntad de Dios... ¡Está usted tan solo, señor Vojtisek! No tiene nadie que lo cuide... En todos lados tiene amigos... muchas buenas gentes... Yo viviría con usted. Tengo un poco de ropa de cama...

El señor Vojtisek se había ido levantando con lentitud. Al estar parado levantó con la mano derecha el gorro azul y:

–¡Antes tomaría arsénico! –dijo abruptamente. Se man­dó a mudar en el acto, sin saludar.

Después se fue hacia la calle de Ostruha. Un par de globos verdes refulgieron atrás de él hasta que dobló en la esquina.

Luego la vieja de los millones se bajó el pañuelo casi hasta la boca y se quedó inmóvil, sentada, durante mucho rato. Quizás se había quedado dormida.

Comenzaron a escucharse en la Malá Strana raros ru­mores. Quienes oían no les querían dar crédito: "¡El señor Vojtisek...!" El nombre se oía frecuentemente en las charlas y, cuando el rumor parecía aplacado, otra vez se escuchaba: "¡El señor Vojtisek!"

Rápidamente me puse al tanto. Se rumoreaba que el señor Vojtisek ya no era más pobre. Era dueño –por lo menos, eso se decía– de un par de casas pasando el río. No era cierto que vivía tras el castillo, cerca de Bruska.

–¡Se estaba burlando de las buenas personas de la Malá Strana! ¡Y desde hacía rato!

Hubo ira. Los hombres se enojaron, se sentían afren­tados y abochornados de haber sido tan cándidos.

– ¡Sinvergüenza! –exclamaba uno.

–La verdad –agregaba otro– es que nunca se lo vio mendigando en domingo. Quizás estaba en esos momen­tos en su casa, de comilona, con asado y todo.

Las mujeres dudaban, no obstante. El rostro franco del señor Vojtisek les parecía demasiado honesto, a pesar de lo que se decía.

Pero empezó a circular otro rumor más grave: según las últimas informaciones, el pordiosero tenía dos hijas que se las daban de damas. Una estaba de novia con un ofi­cial y la otra se quería dedicar a hacer teatro. Usaban guantes, y se iban a pasear al parque Stromovka.

Esto venció la reticencia femenina.

En dos días, por así decir, se invirtió la fortuna del señor Vojtisek. Todos lo rechazaban con el argumento de "estos malos tiempos que corren". En los sitios en que antes le guardaban comida le decían ahora que no les había quedado nada, o peor aún: "Somos gente pobre, no hemos tenido para comer más que lentejas, y eso no es cosa buena para usted". Los chiquillos de la calle le hacían ronda gritando: "¡Propietario!, ¡propietario!"

Un sábado en que yo estaba parado frente a mi casa vi llegar al señor Vojtisek. El señor Herzl, como era usual en él, estaba apoyado en el marco de la puerta de en­trada. Víctima de un temor inexplicable, me metí corrien­do en la casa, ocultándome tras una de las hojas del portón. Atisbando por la hendija entre las bisagras vi claramente al pobre señor Vojtisek.

Le temblaba el gorro entre las manos. No tenía su ancha sonrisa de antes. Doblaba la cabeza, con los ama­rillentos cabellos alborotados.

–¡Alabado sea Jesucristo, Nuestro Señor! –dijo como saludo, con voz temblorosa.

Casi no se animaba a levantar el rostro. Tenía los carrillos pálidos y los ojos apagados, trasuntando cansancio.

–¡Qué bueno que ha venido! –dijo el señor Herzl–, ¿No me prestaría veinte mil florines? No se inquiete, que no los arriesgará: yo le voy a hacer una hipoteca. Me han ofrecido en venta "El Cisne", la casa de al lado.

No acabó.

Al señor Vojtisek se le llenaron de lágrimas los ojos medrosos.

–Pero... pero... –exclamó sollozando–, pero, ¿acaso no fui siempre una persona decente?

Cruzó la calle con pasos inseguros y se arrojó en la en­trada externa del castillo. Dejó caer la cabeza casi hasta las rodillas y se puso a llorar tristemente.

Entré temblando en la habitación de mis padres. Mi madre, que estaba parada delante de la ventana, mirando la calle, me preguntó:

–¿Qué le ha dicho el señor Herzl?

Estuve un rato contemplando al señor Vojtisek, que no paraba de llorar. Mí madre, que se había ido a disponer la merienda, regresó a la ventana, estuvo mirando un momento y se fue otra vez, meneando la cabeza como para señalar su disconformidad con lo que acababa de pasar.

En ese instante, el señor Vojtisek se puso en pie con lentitud. Apurada, mi madre cortó una tajada de pan, la colocó encima de una taza de café y salió de prisa. Lo llamó, le hizo señas, pero el señor Vojtisek nada vio ni escuchó. Mi madre fue hasta él y le acercó la taza. El señor Vojtisek la miró, al rato murmuró en un susurro: "¡Dios se lo pague!" y agregó: "Pero en este momento no me pasaría nada".

No mendigó más en la Malá Strana. Tampoco podía ir a las casas del otro lado del río, ya que allí era un des­conocido para los vecinos y los vigilantes. Se instaló, en consecuencia, en la Plazoleta de los Caballeros de la Cruz, justo enfrente de la guardia militar, cercano al puente. Siempre lo veía en ese lugar cuando, disponiendo de quince minutos libres, nos hacíamos una escapada hasta el otro lado del río para mirar las vidrieras de las librerías de Staré Mesto1. Tenía siempre el gorro en el suelo, ante los pies, la cabeza indefectiblemente caída sobre el pecho, y un rosario en la mano; no prestaba atención a nadie. Su cabeza calva, sus carrillos y sus manos ya no tenían ese saludable tono rosado de hasta hacía poco; la piel de su rostro tenía un color amarillento y estaba cruzada por incontables arrugas. Y... ¿he de decirlo? Y... ¿por qué no? desde ese momento ya no me animé a acercármele, siempre hice rodeos por atrás para dejarle una moneda –la que otrora le daban en mi casa todos los jueves–, sin que me viera, escapando a toda carrera.

Un día frío y brumoso de febrero. En la calle aún había luz; los vidrios de las ventanas estaban tapados por grue­sa capa de hielo donde refulgían los reflejos amarillen­tos del fuego de la chimenea. Ante la casa crujían las ruedas de un pequeño carro y se oía ladrar a unos perros.

–Hijo, corre a traer un poco de leche –me dijo mi mamá–, pero tápate bien la garganta.

Afuera se encontraba la lechera, encaramada en su pequeño carro, y al lado de éste, el señor Kedlicky, el vigilante. Un cabo de vela de sebo brillaba sosegada­mente en el interior de un farol cuadrangular que pendía del carro.

–¿Qué es lo que me cuenta del señor Vojtisek? –pre­guntó la lechera, interrumpiendo la operación de revolver la leche con un cucharón. (Pese a que los lecheros te­nían expresamente prohibido batir la leche con un cucha­rón para hacerla pasar por leche con mucha nata, la lechera lo usaba, pero como ya he dicho, el señor Kedlicky era hombre de buen corazón.)

–Sí, señor –respondió–. Lo hallamos más allá de medianoche, en Oujezd, junto al cuartel de los artilleros. Ya estaba duro del todo, y lo pusimos en la capilla ar­diente del convento de las Carmelitas. Sólo tenía puestos una chaqueta harapienta y un par de pantalones arrui­nados; abajo, ni camisa tenía.

Jan Neruda. Cuentos de la Mala Strana.

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La piedad extraviada

He visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia.

Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondear su corazón para otorgar nuestra solicitud sólo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos, y también a los muertos. Y sé por qué.

Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con cieno como aquel que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea.

Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud.

Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo.

Antoine de Saint Exupery. Ciudadela.

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El desgaste de los rostros

Hay muchas personas, pero aún hay más rostros.

¿Qué hacen con todos los que no usan?

Los llevarán sus hijos. A veces incluso se los ponen a sus perros.

Hay gente que usa siempre el mismo y lo gasta, lo da de sí, como a unos guantes de viaje. Otros cambian constantemente de rostro y los van gastando todos, y cuando son cuarentones resulta que ya están usando el último aunque pensaban que serían inacabables.

Después, cuando se gastan los rostros, aparece el forro, y tienen que salir a vivir mostrando ese triste forro.

Los apuntes de Malte Laurids Brigge. Rainer Maria Rilke

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El problema de la medida en el periodismo

Con los periodistas políticos se da un curioso fenómeno: no es fácil saber si utilizan una regla para medir la mesa, o utilizan la mesa para medir la regla.

Por eso, tan a menudo, en vez de describir fenómenos o sucesos, se describen a sí mismos.

¿Existe la suerte? Nassim Taleb

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La utilidad de los pobres

«Considerando, con asombrosa lucidez, la inutilidad de las combinaciones hasta este momento elaboradas por cerebros vacíos con el fin de atenuar la miseria; inquebrantablemente convencido, además, de la utilidad de los pobres, creyó tener algo mejor por hacer que emplear en el alivio de ese rebaño los recursos financieros o intelectuales de que disponía.

En consecuencia, resolvió aplicar los últimos resplandores de su genio al consuelo de los millonarios.

–¿Quién piensa –decía– en los dolores de los ricos? Acaso sólo yo, con el divino Bourget, por quien mi clientela delira. Como ellos cumplen su misión, que consiste en divertirse para hacer que el comercio progrese, con demasiada facilidad se los supone felices, y se olvida que tienen corazón. Se ostenta la jactancia de oponerles las groseras tribulaciones de los indigentes, quienes tienen el deber de sufrirlas después de todo, como si los andrajos y la falta de comida pudiesen ser comparados con la angustia de morir. Porque tal es la ley. Sólo se muere de verdad a condición de poseer. Es indispensable tener capitales para entregar el alma, y esto es lo que no se quiere entender. La muerte sólo es separarse del Dinero. Aquellos que no lo poseen, no tienen vida, y en consecuencia no pueden morir de verdad».

León Bloy, Cuentos descorteses

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Estrellas

Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo. Arthur C. Clarke - 2001 Una odisea espacial

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Ciencias aproximadas

La primera vez que fui a la Universidad vi que había una Facultad de Ciencias Exactas, así que entendí que las demás debían de ser, en el mejor de los casos, aproximadas.

La Maleta. Sergei Dovlatov

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