Hace treinta años, bajo el cielo del Monumental, un estadio entero tiraba papelitos y gritaba el gol de Daniel Bertoni, el tercero de la final frente a Holanda. Ese estallido resultaba también la certeza del primer título mundial en la historia del fútbol argentino. Sucedía todo eso en el contexto de un país de dolores y horrores cotidianos; el de la última dictadura, el de los desaparecidos, el de la desesperación de familias deshechas. La alegría pública y futbolera era también la máscara de la Argentina cruel.
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