En abril de 1990, Serafín Ruiz, un estudiante de Historia aficionado a la espeleología, se encontró en las inmediaciones del monte Gorbea, en Álava, con la entrada de una cueva que había permanecido oculta hasta entonces. Serafín se internó por el corredor y llegó hasta una cámara donde le esperaba una maravillosa sorpresa. Allí, a su alrededor, se desplegaba el más asombroso ejemplo de arte rupestre que uno pueda imaginar: un mamut, rinocerontes lanudos, símbolos, manos, cabras, bisontes, bóvidos...
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