Algunos seres humanos son degustadores de vértigos. Ven los precipicios y las azoteas de los rascacielos como una invitación a asomarse, mirar qué hay allá abajo y coquetear con la sensación efervescente del peligro. Para quienes no sentimos demasiada atracción por los lugares elevados -o quienes, más bien, pagaríamos por no acercarnos jamás a uno de esos límites con el vacío-, el lado placentero de esa descarga de adrenalina puede resultar muy difícil de entender.
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