De pequeña pasaba el verano en el grao, el barrio portuario de una ciudad de provincias del Mediterráneo. Los veraneantes contemplábamos con admiración, y también con temor, cómo los niños del barrio saltaban al río desde el puente. A veces lo hacían por el lado del propio río –donde daban las fachadas de muchas de sus casas en las que sus padres amarraban sus barcas- y a veces, los más osados, saltaban por el lado del puerto, por donde en cualquier momento podía aparecer una de esas barcas de pescadores.
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