El pinsapo es una especie de abeto que sólo podemos encontrar en las serranías béticas de Málaga y Cádiz. Se trata de una especie relicta; es decir, un vestigio de los bosques de coníferas que cubrían de verde oscuro grandes extensiones de Europa durante el Terciario. La subida de temperaturas del período postglaciar fue comiéndole terreno y relegándola a entornos reducidos en los que seguían dándose las exigentes condiciones ambientales que requiere para vivir. Quiere esto decir que se mantiene todavía en activo de puro milagro, refugiada en santuarios ecológicos desde los cuales añora su antiguo señorío.
La monarquía, como sistema político, también es una especie relicta. Pertenece a un ecosistema político y social que remite al pasado, cuando la sangre de los reyes era azul y los palacios tenían un trono bendecido por la gracia de Dios. El hábitat se le fue poniendo duro con el correr de los tiempos y la contemporaneidad (de la Revolución Francesa para acá) le resultó letal: algunos monarcas subieron al cadalso a dejarse la cabeza, otros fueron fusilados sin miramientos y, los más afortunados entre los desgraciados, fueron condenados al exilio o vieron sus reinos mermados por culpa de territorios que jugaron con éxito la baza de la independencia. El resultado fue que el paisaje político, a vista de pájaro, acabó sembrado de repúblicas, democráticas o no. Con todo, la institución logró sobrevivir en algunos países adaptándose mal que bien a las circunstancias. España fue uno de los lugares en los que, tras un periplo azaroso y convulso, la monarquía logró salvar los trastos amoldándose a un marco constitucional y olvidando los dejes absolutistas de antaño.
Pese a todo, nuestros republicanos más recalcitrantes no tragan con el hueso de tener un rey a la cabeza del Estado. Siguen sin perdonarle a la monarquía el pecado original de ser una institución hereditaria desde los tiempos de Maricastaña, y buscan por activa o pasiva finiquitarla lo antes posible para instaurar en su lugar una Presidencia de la República –mucho más molona y moderna– cuyo titular sea elegido por sufragio. Sin embargo, aunque adornen el discurso con mucha pirotecnia dialéctica, me parece a mí que no trae cuenta montar un carajal del copón de la baraja para cambiar la forma de la jefatura del Estado, sobre todo porque ese quitaipón, por mucho que ellos digan lo contrario, no mejoraría en nada las condiciones de vida del común, que es el meollo a considerar cuando se pretende forzar un cambio. En mi opinión, mientras la monarquía cumpla con el papel constitucional que tiene otorgado –y cumple–, el gorro frigio de Marianne puede seguir apolillándose en el arcón del bisabuelo. Tenemos retos por delante en los que nos jugamos el tipo, y ninguno de ellos pasa por discutir cómo perfilamos a la moda la puntita de nuestro organigrama político. Entiendo que, para la élite de la izquierda más extremosa, cuyos genes se ponen tiesos apenas avistan una tricolor, la consecución de la República (tercera edición) constituya un argumento crucial de su programa político. Más ahora, cuando la propuesta sirve también para desviar la atención del bárcenas que se les viene encima. Pero a mí que no me busquen con ese rollo. Ponen en Netflix “The Haunting of Hill House”. Ya tengo plan.
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