Cómo se edificaban las Viviendas de Protección Oficial durante el franquismo

Me pareció a mí que, llegados a este punto, no se trata tanto de juzgar lo que se hizo en aquella época, ni de enfrentarse por la bobada de si se blanquea a o se ataca a Franco, sino de saber cómo funcionaba la cosa en la práctica, así que aproveché los muchos años de un familiar ajeno, que estuvo en la construcción hasta los noventa, para preguntarle por la mecánica del asunto.

Así que allá voy, con la primera en la frente. Al parecer, la cuestión fundamental que hay que entender es que, en aquellos años, el beneficio de la corrupción urbanística venía de hacer cosas, en vez de originarse en no hacerlas. Ahora, si no eres amigo de quien tienes que serlo, o no tienes la parcela donde conviene, o no dejas la mordida correspondiente a quein hay que dejarla, el ayuntamiento se niega a recalificar el terreno, y diversas autoridades se niegan a darte el permiso de obras, la licencia ambiental, o el visto bueno del colegio de arquitectos a un diseño,. unos materiales, o lo que sea. La corrupción actual consiste en retrasar, dilatar e impedir la edificación. O pagas, o no avanzas. O pagas a quien corresponde, o te vas de aquí a tomar por culo.

En el franquismo, sin embargo, los alcaldes hacían lo que alguien de arriba les mandaba. Y lo mismo toda la cadena trófica de la promoción y construcción. Alguien, en algún despacho, decidía que se iban a hacer dos mil viviendas en tales o cuales solares. Llamaba al arquitecto afín que le salía de los huevos, sin sacar a concurso el proyecto, llamaba al alcalde correspondiente y le contaba lo que se iba a hacer y dónde se iba a hacer, y este, si quería, ya podía trapichear con esa información sobre los terrenos, comprarlos a peseta para venderlos a cien duros, o cualquiera de las porquerías que todos conocemos. Pero había algo que estaba claro: en seis meses, un año, o quizás dos, se iban a empezar las obras, y en cinco, a lo sumo, iban a estar terminados los pisos. Y fuese buena idea, mala o regular, no había manera de paralizar esa promoción, ni de retrasarla más que unos meses, ni de meter el proyecto en un cajón. Al que metían en un cajón era al alcalde o al urbanista que quería poner trabas y no se andaba diligente poniendo agua, luz, alcantarillado y lo que fuese. Se hace esto, se hace aquí, y se hace ahora. Y no me discutas.

Justo después se representaba un simulacro de concurso público para elegir a la empresa constructora. Y a veces ni eso. Se le daba el proyecto a un amigote del régimen y este ya se ocupaba de hablar con el banco para que lo financiase o, si era pata negra, conseguía financiación pública. Por lo común, aunque hubo muchos casos en tantos años, lo pisos ya solían estar vendidos sobre plano, así que era cuestión de tirar millas y darle caña al asunto, con salarios bajos, sindicatos inexistentes, y un beneficio cojonudo, casi conocido de antemano.

La obra te la inspeccionaban cada poco, y dependiendo de quién tocase como inspector, el promotor podía hacer viviendas de mierda y embolsarse la diferencia o tenía que hacer un trabajo más o menos decente. De los dos millones y pico que se construyeron en cuarenta años, todos sabemos que había verdaderas cagadas que ya hubo que derribar hace muchos años y otras muchas que siguen ahí, en bastante buen estado, y cuestan ahora un verdadero riñón. Si el promotor tenía suerte, o engrasaba la suerte sobornando a alguien, construía catorce plantas cuando tenía licencia para nueve, y luego apoquinaba con gran placer la multa que le fuese impuesta, amén, llenándose los bolsillos a lo grande con la diferencia. Toda la corrupción, insisto, pasaba por hacer, hacer más y hacerlo más deprisa.

Acabadas las viviendas, se mudaban allí los nuevos propietarios, y listos. O los nuevos inquilinos, o lo que fuera. El promotor que tardaba más tiempo del debido en construir, él se lo perdía, porque hasta que no acababas en un sitio no podías empezar en el siguiente.

Todo era chapucero, rápido, a veces de calidad ínfima y construido a desmano, en cauces inundables o en lugares que deberían haberse protegido. Pero el caso es que para forrarse había que hacerlo y hacerlo enseguida, a lo bestia, a cascoporro, y el enemigo de todos era el que trataba de frenar las obras. Enemigo del jerifalte que había decidido dónde se hacía la promoción, del constructor, de los arquitectos, de los propietarios que esperaban la casa y hasta de los bancos, que ni soñaban con embargar una de esas promociones si algo salía mal.

Todo era arrea y tira para adelante. Y así salió lo que salió. Lo bueno y lo malo, como sucede con este tipo de incentivos. Cuando el incentivo es para paralizar, los terrenos y las obras salen con cuentagotas.

Cada cual tendrá su opinión sobre si es mejor hacer pocas casas pero bien, o ponerse a construir a lo bestia, de cualquier manera. En España conocemos de sobra los dos modelos.