El abrazo de Vergara es famoso, o lo era antaño, porque selló el final de una guerra que había dividido a los españoles por un tema de herencias al trono y de formas de entender la vida. Al cabo de dos siglos casi, la imagen de otro abrazo, este de ayer mismo como quien dice, ha logrado el efecto contrario, esto es, dividir el país en dos bandos: uno formado por aquellos que buscan en el gesto una intención reprobable; otro, mayoritario, integrado por los que no ven en el mismo nada digno de tacha. Los protagonistas del episodio –una veinteañera española, voluntaria de la Cruz Roja, y un joven senegalés recién llegado a nado a la playa del Tarajal, en Ceuta– no pretendían notoriedad, pero un objetivo indiscreto grabó el instante del encuentro y las imágenes de esa toma se hicieron virales apenas tocaron el umbral de la opinión pública. La chica se llama Luna; el chico, Abdou. No hacen falta más detalles para cuadrar el tema y que todo el mundo me siga el hilo.
El suceso, a decir la verdad, me había pasado desapercibido hasta hace poco porque vivo sin vivir en mí, empeñado en mover los mojones de Babia para traer la linde lo más cerca posible. O sea, que para cuando quise enterarme del caso, el argumento ya estaba pasado de moda y había dejado de formar parte de las conversaciones corrientes. De todas formas, decidí que me convenía ponerme al día sobre el lío para evitar que se me pudiera quedar cara de lelo si, por casualidad, el tema volvía a tocarse alguna otra vez en sociedad. A tal efecto, eché mano de prensa atrasada y busqué en Youtube la grabación del abrazo, que es, como quien dice, la madre del cordero. Ahora ya estoy al tanto de la polémica; lo suficiente, al menos, para apreciar, a toro pasado, que, de no haber mediado interferencias extrañas, la lectura de los hechos nunca habría derivado en una tremolina como la que nos ocupa: ¿qué problema hay en que una joven ofrezca un gesto de consuelo a un inmigrante desolado?
El problema, al parecer, es que hay gente que se empeña en mirar la realidad con anteojos de castigo. Por ahí, ya vamos caminito de entender de qué va el rollo. Y el rollo va, en sustancia, de que Abdou es un inmigrante senegalés, negro como el tizón, y, para más inri, musulmán. O sea, la tarjeta de presentación idónea para que la carcundia local afile sus pullas al objeto de poner a caldo al recién llegado. A Adbou, le han acusado, mayormente, de aprovechar el abrazo para alargar el roce hasta donde la honestidad pierde los papeles, o, por decirlo a la pata la llana, de ponerse sobón con su partenair. Entre los defensores de la teoría del magreo no sólo se cuenta la habitual canalla anónima que rebulle en las redes; también se ha sumado a la misma, motu proprio, gente de cierta fama; por ejemplo, un periodista de renombre, cuyas neuronas, de un tiempo a esta parte, se obstinan en ofrecer lo peor de sí mismas, o la cofundadora de cierto partido político que obtuvo carta de naturaleza durante un aquelarre. A ambos, en el caso concreto que nos ocupa, a falta de una miaja de ternura, les ha sobrado mala leche.
Si hablamos de Luna, también ella ha recibido lo suyo. Ha pagado el precio de asistir a un prójimo en apuros sin pedirle por anticipado que le mostrase algún título de ciudadanía con el que justificar su esfuerzo. Los mismos que cargaban contra Abdou en las redes sociales por tener las manos muy largas, se han cebado con ella acusándola de pretender levantarle al maromo ese apéndice de la moral que tiene vida propia a base de cariños y arrumacos. Los que tiran por esa vía, queriendo o sin querer, alimentan su inquina buscando tralla en el mito erótico, profundamente racista, de la dama sureña insatisfecha que, en el calor de la noche, acudía a las cuadras de las plantaciones de algodón, a hurtadillas de su marido, para entregarse al vicio con su esclavo mandingo, mejor dotado que el consorte. En ese plan, ya se puede hacer idea cualquiera del tenor de los comentarios que le han dedicado a nuestra cooperante en el mentidero virtual. Hay timbas, tugurios y prostíbulos de medio pelo donde la clientela se maneja con lenguajes más refinados. Sobra decir que la grabación del abrazo desmiente la patraña sobre las zalamerías de la joven, igual que pone en su sitio las mentiras sobre el comportamiento de Abdou, lo que me lleva a preguntarme qué tipo de mente, o demente socializado, echa el día inventando y divulgando tales infundios, y con qué propósito bastardo se afana en ese empeño. Hay que tener el alma muy fea para apelar a bajezas como tratar de buscona, o similar, a una joven que, por aliviar la desgracia de un semejante, obra como se entiende que debe hacerlo un cristiano de ley, o, simplemente, una buena persona. Probablemente, sus críticos habrían preferido que hubiera recibido a Abdou a tiros, o, por lo menos, arreándole un par de hostiazos recién puso la planta del pie sobre suelo patrio.
Llegando al final, sólo me resta manifestar mi estupor por el hecho de que un contubernio de maledicentes haya inyectado pornografía a una escena que, de cualquier otra forma, obviando sesgos febriles y malintencionados, pasaría por piadosa sin la menor objeción en cualquier reunión arcedianal, o, si se prefiere, por hacerle un guiño a las políticas de género tan al uso, en cualquier convento de monjas ursulinas. Esa tropa que digo es la misma que trata de mafioso a cualquier cooperante y que, puestos a elegir, prefiere, antes que destinar recursos en apoyo de los inmigrantes que llegan a nuestras fronteras, desayunarse con la noticia de pateras naufragadas en alta mar. Los hay que hacen votos para ingresar en el infierno de cabeza.
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