Calderón de la Barca falleció el 25 de mayo de 1681. En el momento de rendir su alma al Altísimo, no podía imaginar nuestro ilustre dramaturgo que a sus castigados huesos se les habría de negar la posibilidad de que disfrutasen en paz de los primeros compases de la eternidad. Diversas vicisitudes, a lo largo de los siglos, los condenaron a sufrir sucesivos traslados que nunca acertaban con el sitio de la sepultura definitiva. En cada movimiento, los perros del vecindario respectivo buscaban cómo hurtar del saco alguna costilla, o similar, con la que darse un gusto. La imagen de un chucho royendo con ahínco una canilla del genial dramaturgo en cualquier callejón angosto del antiguo Madrid tiene algo de poética naif que me fascina. Al cabo de seis traslados, el remanente del esqueleto del pobre Calderón no daba siquiera para ilustrar una clase de anatomía en condiciones, así que, recién inaugurado el siglo XX, lo poco que quedaba de su arquitectura ósea original se metió en una arqueta de mármol que se exhibió durante años en la parroquia madrileña de Nuestra Señora de los Dolores. Luego vino la Guerra Civil, la destrucción parcial de dicha iglesia y la pérdida u ocultación de los restos.
Ahora, nueve expertos, entre profesores universitarios, arqueólogos y especialistas en georradar, han decidido aunar esfuerzos a fin de localizar la dichosa arqueta, confiándose a la hipótesis de que la misma fue emparedada al objeto de preservar los restos del literato de un posible saqueo. Para llevar a buen puerto la empresa, esos nueve expertos se ayudarán en sus pesquisas de un menaje de alto nivel que ahorrará destrozos en el templo, aunque sospecho que, tal vez, teniendo en cuenta lo que pretenden, una sesión de guija ajustaría los resultados de la búsqueda con más criterio.
Confieso que, más allá del morbo, no veo el interés que puede tener nadie en montar una operación rescate de semejante envergadura para encontrar unos simples huesos por muy de Calderón que sean. A lo mejor es que el pack viene con sorpresa. Lo mismo, los restos óseos del egregio dramaturgo son de kriptonita –que se paga a precio de oro en los mercados del mal–, o contienen alguna sustancia que puede servir de cura contra el Covid-19, o, cuando menos, como afrodisíaco para los donjuanes que se ven en la necesidad de seguir en el tomate después de gastar las primeras salvas. Pero me da que los tiros no van por ahí. De primeras, el asunto tiene toda la pinta de ser una tontuna del quince que responde, antes que nada, al deseo de los responsables del proyecto por garantizarse portadas en los principales medios de comunicación gracias al relumbrón de un hallazgo mediático. Visto así, y descartando que la localización de los despojos de nuestro ilustre escritor vaya a redundar en un mayor conocimiento sobre su figura –descártenlo de plano–, no queda sino concluir que la operación de marras se suma por propia voluntad a una corriente que podríamos denominar “arqueología del famoseo”, la cual no tiene otro propósito salvo tirar a la luz los huesos, la camisa, el rosario o el prepucio de una gloria antañona para presentarlos, a todo bombo, ante un público ávido de reliquias. Por eso, a lo más que llegará la cosa de Calderón, si es que cuaja en algo, será a reponer la famosa arqueta de mármol con sus restos en un lugar visible a fin de que cualquiera pueda hacerse un selfie delante del monumento para dárselas después de cultureta con los amigos. Sanseacabó.
joseangelaparicio.blogspot.com/2020/07/la-busqueda-de-los-huesos-mondo