En un futuro, los científicos sociales nos estudiarán. Nos considerarán fascinantes. Discutirán hasta qué punto mentíamos o nos creíamos lo que decíamos.
Discutirán cómo podíamos afirmar con total seriedad que preocuparse por los problemas de las mujeres y ridiculizar los de los hombres es la actitud adecuada para abordar el sexismo.
Debatirán sobre cómo negábamos que las mujeres pueden usar incentivos perversos en sus denuncias hacia los hombres, al mismo tiempo que las considerábamos seres humanos plenos, capaces de lo mejor y lo peor.
Polemizarán sobre nuestra perspectiva, según la cual la actitud verdaderamente compasiva es ver los problemas típicos de los hombres (como la muerte en el trabajo o el sinhogarismo) como un subproducto del privilegio masculino que debe ser reprendido.
Les pareceremos extraños. Seremos vistos como cegados por una luz moral, o como capaces de ser crueles con complacencia social. O las dos cosas.