Creo que todo el mundo conocemos a alguien, y sabemos cómo va.
Cuando llega la temporada alta de polen se ponen a morir y tiene que utilizar mascarillas y antihistamínicos para poder hacer una vida medio normal. Dependiendo de la gravedad de esa alergia, los efectos son más o menos agudos, y la incapacitación para una vida normal, más o menos grave.
Pero esto lo sabíamos, ¿no?
Sin embargo, parece que de repente lo olvidamos y empezamos de cero cuando discutimos de ciertos temas.
Un grano de polen de gramínea ronda las 40 micras. Un virus del Covid ronda las 0,12 micras. Decimos, por tanto, que el polen es como trescientas y pico veces más grande que el virus.
¿Y conocéis a alguien que deje de sufrir la alergia sólo llevando mascarilla? Yo no. Cuando los alérgicos van por el campo con su mascarilla hasta las cejas, se siguen poniendo fatal.
Pues imaginad lo que pasa cuando el agente que quieres filtrar es trescientas veces más pequeño. La mascarilla para al virus como una red de una portería de fútbol para las pelotas de golf. Y ni siquiera el ejemplo es válido, porque un balón de fútbol no es trescientas veces más grande que una pelota de golf.
La mascarilla detiene las gotitas de saliva que otro puede echarte encima. Las detiene y las retiene, ojo, que tampoco hay que olvidar eso y sus efectos. Y hasta ahí llega su utilidad.
El problema es que la mascarilla otorga al que lleva una falsa sensación de seguridad que le hace relajar otras medidas igualmente necesarias y mucho más útiles. Es un efecto psicológico que, unido al mal manejo, hace que aunque sea obligatoria hasta para dormir, no ayude a reducir el número de contagios de una manera determinante.
En ambientes cerrados, la carga vírica está en el aire por el aliento de las personas infectadas. Y contra eso, una mascarilla no sirve para casi nada. En ambientes abiertos, la distancia es una medida mucho más eficaz.
Creedme: si el polen pasa, el virus muere de risa con semejante barrera.