Aparte de por la repercusión material obvia en nuestra rutina diaria, esta crisis está teniendo, y va a tener, profundos impactos económicos, sociales y también culturales. Los impactos culturales quizá no sean los más llamativos, especialmente en lo puramente material e inmediato, pero quizá sean los que más disruptivos porque tira por los suelos la narrativa que ha utilizado occidente para construirse estas últimas décadas.
En un análisis muy poco profundo y muy sesgado de la historia, y por lo tanto quizá muy “mainstream”, el relato del modo de vida occidental tiene su fundamento en los enemigos y en la amenaza. Posiblemente en una nueva versión de lo que ha ocurrido siempre, construimos nuestros valores en contraposición. Occidente es el mundo libre, próspero, civilizado frente a otro opresivo, atrasado y bárbaro. Una narrativa que en la historia reciente ha sido la de la Guerra Fría, con capitalistas vs comunistas, que mutaría poco después, con la caída de la URSS en mundo libre vs la amenaza terrorista.
Todo esto es absolutamente banal y simplista. La realidad es muchísimo más compleja pero es más o menos la doctrina que Huntington plasmó en su infame Choque de Civilizaciones, de 1996, y que ha sido el libro de cabecera de la nación más poderosa del mundo, EE.UU, desde entonces.
Toda esta retórica del enemigo y de la amenaza se ha venido esculpiendo a fuego en nuestras mentes gracias a la industria cultural más potente que ha tenido la humanidad: el cine de Hollywood.
Se pueden contar por docenas las grandes producciones que nos reproducen una y otra vez este imaginario de enemigo y amenaza, generalmente reproduciendo una y otra vez el mismo esquema: normalidad-amenaza-heroicidad (a la altura de la amenaza).
Si intentamos clasificar este cine de enemigo y amenaza podemos hacer tres categorías a grandes rasgos y de forma muy simplificada:
- El cine de catástrofes naturales: la amenaza en este caso es una catástrofe natural de origen aleatorio y de enorme potencial destructivo que tiene que ser afrontada de manera espectacular por un grupo reducido de personas muy extraordinarias para poder mitigar los efectos de esta amenaza sobre una normalidad que se entiende como deseable. Un ejemplo clásico: Armageddon.
- El cine de apocalipsis: la amenaza es algún tipo de evento extraordinario y masivo que trastoca completamente la normalidad y lleva a un grupo reducido de personas, quizá no tan extraordinarias, a tratar de adaptarse a esa nueva situación extrema para recuperar porciones de la normalidad perdida. El ejemplo clásico son las películas de zombies.
- El cine bélico: la amenaza en este caso la amenaza es un enemigo externo, identificable, que quiere romper la normalidad a toda costa y con el cual no cabe sino una respuesta violenta por parte de grupos relativamente reducidos de personas dedicadas a salvaguardar la normalidad. Un ejemplo clásico: Independence Day, pero también cualquier película de James Bond, o, especialmente, todo el subgénero de cine de superhéroes que ha inundado los cines durante los últimos 10 años.
Esto, insisto, no deja de ser una simplificación muy burda de algo tan complejo y tan extenso como es el cine. No obstante, un repaso por las películas más caras de la historia o de las películas con mayor recaudación en taquilla nos muestran que buena parte de ellas se ajustan al esquema sin demasiadas complicaciones.
Un pequeño inciso. Cuando hablamos de cine o de cualquier otra manifestación cultural, se entiende que es recibida por personas adultas con capacidad crítica y con pleno derecho a interpretar cada obra como más le apetezca para mayor gozo de su vida. Si bien no se puede responsabilizar a una obra de las interpretaciones que de ella se hagan quizá si que se puedan pedir cuentas por los imaginarios que se despliegan y, en consecuencia, de los clichés que se construyen.
Volviendo. Dentro de este panorama en el que la narrativa de enemigos y amenaza y el esquema de normalidad-amenaza-heroicidad son dominantes, llega la crisis del coronavirus. Una pandemia global que nos tira los palos del sombrajo y que hace saltar por los aires la narrativa y el esquema de una manera exhaustiva y casi cómica.
La amenaza.
La expectativa. En la ficción como el mundo era amenazado por meteoritos, huracanes, enfermedades terribles que transformaban a nuestros seres queridos en monstruos come-cerebros, megalómanos extraordinariamente crueles y/o poderosos, extraterrestres, despiadadas máquinas del futuro…
La realidad. Nos amenaza un virus no especialmente letal cuyas consecuencias para la mayoría no van más allá de un resfriado. Una amenaza que no se ve y que la inmensa mayoría no tenemos muy claro qué es.
El enemigo.
La expectativa. En la ficción, el enemigo termina por ser irreconciliable, tiene una escala de valores que hace imposible la convivencia en el mejor de los casos o un deseo irracional de ver sufrir a la humanidad en el peor.
La realidad. Al virus, que no deja de ser algo completamente natural, como un árbol o la brisa, se le da una entidad propia, casi se le personifica para poderle llamar enemigo y no decir que estamos lidiando con las consecuencias de estar vivos. No hay por tanto un otro cuya acción nos dañe de forma voluntaria. El virus no entiende de fronteras y lo que queda es una imperiosa necesidad de colaborar para mitigar los efectos de la pandemia.
La violencia.
La expectativa. La única manera de lidiar con la amenaza es un uso más intenso o más audaz de una suerte de lenguaje universal, la violencia. Al final del día contra la amenaza no cabe otra cosa que tirar una bomba, un disparo certero o algún género de rayo indeterminado que la destruya.
La realidad. No se le puede disparar a un virus. Tanques, misiles, portaaviones y demás inversiones millonarias asisten inútiles. Guantes, mascarillas, respiradores y camas de hospital se vuelven centrales.
La heroicidad y el extraordinarismo.
La expectativa. Personas rudas, generalmente blancas, atractivas, jóvenes e intrépidas toman el mando de la situación y combaten la amenaza con audacia y extraordinarias capacidades físicas.
La realidad. La capacidad más extraordinaria se convierte en saber cuidar de otras personas. En primera línea el personal sanitario, con su extraordinario compromiso por atender a quien lo necesita. La comunidad científica, trabajando por entender qué sucede y cómo actuar. La ciudadanía, lavándose las manos, cosiendo mascarillas, quedándose en casa y preocupandose de sus seres queridos. Todo extraordinario pero a la vez muy fuera de lo que nos suelen contar como heróico. Sin trajes ajustados ni cuerpos fibrosos.
El individualismo.
La expectativa. Un grupo reducido de élite, con capacidades de élite, generalmente al margen del común, en paralelo o directamente por encima de la sociedad y las instituciones, solucionan el problema.
La realidad. Todas y cada una de las personas jugamos un papel en la resolución del problema. Algunos más centrales que otros, como es el caso del personal sanitario, pero todos pudiendo ser una parte minúscula de la solución o del problema. La respuesta se coordina de forma más o menos transparente a través de instituciones del común y de sus dispositivos: el estado y la sanidad pública. S.H.I.E.L.D no salva el día, lo salva el hospital.
No tengo ninguna conclusión para todo eso, simplemente me parecía interesante señalarlo. Al final del día lo que nos revela la pandemia es que vivimos en un mundo con unas coordenadas que no son las que pensábamos. Llevamos bastantes décadas con una dinámica chunga, una espiral autodestructiva que tiene en el cambio climático su mayor exponente.
Cuando uno está en una dinámica autodestructiva lo más difícil es parar, y mal que bien eso es lo que hemos hecho. Aprovechemos esta oportunidad para reordenar nuestra escala de valores y empezar a dedicar el tiempo a lo que es importante. Cuidarnos, ser felices y hacer que todas las vidas sean dignas de ser vividas.