Hace ya la friolera de quince años, falleció mi padre. Fue de repente, casi sin avisar. Un día se despertó enfermo y en menos de dos semanas se había marchado. Aquel día los raquíticos pilares de mi fe se hundieron al fin. Por aquel entonces, yo tenía 21 años, pero el colapso de mi credo empezó mucho antes.
Podría dar muchos motivos por los que las primeras grietas empezaron a formarse en mis, ya de por sí, frágiles creencias: cuando descubrí las incontables incongruencias en la vida de Jesús, aquella vez en la que en el cursillo previo a la confirmación (sí, estoy confirmado) me dijeron que la homosexualidad podía ser algo pasajero, que podía estar confundido, o cuando al cura de mi parroquia se le ocurrió poner en duda la evolución en pleno sermón dominical.
Sin embargo, todas ellas podrían clasificarse, más bien, como dudas razonables en una fe cristiana que, seamos sinceros, es difícilmente defendible por cualquiera que se haya informado un mínimo. Pero existe un muro mucho más difícil de derribar, incluso en gente no apegada a una religión en concreto: la creencia en el más allá, en la vida después de la muerte, en el "algo tiene que existir, ¿no?".
En mi caso, la bola de demolición de esa pared maestra espiritual, fue la muerte de mi padre. Ese hecho traumático, que desgarró mi vida y me cambió para siempre, me permitió sentarme y hacerme las preguntas adecuadas. Aquellas que, tarde o temprano, habría acabado haciéndome igualmente.
La primera y más evidente es la más tópica de todas: si Dios es todopoderoso, ¿por qué permite el sufrimiento? ¿por qué ha dejado que mi padre muera? No negaré que esta peca de cierto egocentrismo, pero suele ser la puerta de entrada a preguntas mucho más interesantes.
Recapitulemos: el más allá nos promete una vida después de esta que será, sin ninguna duda, mejor, pues, entre otras cosas, nos encontraremos con esos seres queridos que nos han dejado. Pero si analizamos esta sencilla cuestión con un poco de detenimiento, tiene varios fallos de planteamiento básicos. Porque, ¿y si no quiero pasar una eternidad con cierta persona, pero esa persona sí quiere pasarla conmigo?
Además, se supone que a ese más allá llega nuestra alma incorpórea, algo intangible, que no se puede ver ni tocar. Es decir, que una vez allí no seremos capaces de crear ni de construir nada. Una eternidad de absoluta desidia, sin objetivo ni finalidad. Algo que volvería loco a cualquiera.
Por no hablar de que, en el momento del fatídico final, nuestra alma conserva todos nuestros recuerdos y experiencias, las buenas y las malas. Pero ¿y si en el momento de nuestra muerte sufrimos un trastorno mental que nos ha borrado la memoria? O incluso, ¿Qué ocurre si hemos nacido con ese trastorno mental que nos ha incapacitado en gran medida? ¿Vamos a vivir una eternidad anclados a él?
¿No será que en realidad el alma no existe y no somos más que un reflejo de la configuración física de nuestro cerebro y de los procesos que tienen lugar en él?
Por no hablar de lo sumamente peligroso que es extender la propia idea de un lugar mejor nos aguarda tras la muerte. ¿Cuántas vidas desesperadas se habrá llevado por delante una certeza que, según avanza la ciencia, es cada vez más cuestionable?
Creo que ha llegado el momento de sentarnos, ser honestos con nosotros mismos y decir de una vez que, la fe por si sola, ya no es suficiente como argumento de nada.