Algún día, esperamos, hablaremos de esta época y del coronavirus como una anécdota lejana, de las que puede uno contar con la confortable sensación del peligro dejado atrás.
Ese día nos contaremos unos a otros lo que hicimos, la novedosa e inquietante sensación de un país en estado de emergencia, lo extraño de ver a los españoles, tan callejeros, encerrados en su casa. Narraremos, añadiendo un poco de épica al asunto, los aplausos en los balcones y la generosidad de los trabajadores que siguieron al pie del cañón jugándose la salud.
Seguramente nos acordaremos de los errores y aciertos de los políticos de turno, aunque sólo pervivirán las anécdotas en nuestra memoria. Lo que no se nos olvidará es lo que hicimos nosotros. Y en nuestro repaso interior de los recuerdos, sabremos si estuvimos a la altura de lo que se espera. Ojalá podamos decir que después de unos días de confusión, acusaciones, cabreos, puñaladas e insultos en todas direcciones, nos dimos cuenta de que nada tenía sentido salvo aceptar que somos un grupo enorme de mamíferos y que las estructuras políticas no se aplican en la biología.
Podremos contar dentro de muchos años, ojalá sea así, que por unos días dejamos de lado el duelo a garrotazos del famoso cuadro de Goya, y ayudamos a que los demás se sintieran mejor con hechos, con palabras, o callando por una vez la mala opinión que tenemos del otro. No somos tan diferentes, como ha venido a demostrar el coronavirus con igualitaria y equidistante agresividad.