Siempre he pensado que mi generación es la de los minutos de la basura.
Los minutos de la basura es una expresión que se usa en baloncesto. Se refiere a el periodo de tiempo al final del partido que hay que jugar, cuando el partido está decidido. Suelen ser un par de minutos, que en baloncesto, debido a que no se juega a tiempo corrido, pueden resultar una eternidad.
Un equipo va a ganar, y no hay tiempo material para que el otro le dé la vuelta al resultado. Y aún así hay que jugar el partido, no pueden irse a casa. Hay que jugar esos minutos, pero son redundantes, molestos y aburridos. El equipo ganador no quiere jugarlos, porque ya han ganado. El equipo perdedor tampoco quiere estar allí, con más razón todavía. Los árbitros no quieren arbitrar. Los espectadores tampoco quieren estar allí. La gente en casa no quiere verlos. Y sin embargo, hay que jugarlos.
Y esto solo pasa en baloncesto. No pasa en fútbol, porque anotar, en este caso un gol, es un evento tan inusual (quizás pasa dos o tres veces por partido, a veces ninguna) que la posibilidad de que el delantero marque otra vez siempre es motivo de interés y euforia (o fastidio, según el bando). Pero no en el baloncesto. Todo el mundo está empachado de canastas, rebotes y faltas personales. Nadie quiere más. Pero ahí están atrapados todos, espectadores, jugadores, árbitro y televidentes, en los minutos de la basura.
Bien, eso es lo que pienso que es mi generación. Somos la generación de los minutos de la basura. Me refiero a los nacidos a finales de los setenta y principios de los ochenta. Demasiado pequeños para ser Generación X ( que son los nacidos aproximadamente entre 1960 y 1975), demasiado mayores para ser millenials (hay varias discusiones sobre cuando empiezan, pero digamos que partir del 87, siendo generosos), hemos sido la última generación en experimentar lo analógico, y la primera en sentirse perdidos ante lo digital.
Somos la generación que sintió vértigo con el paso del walkman al discman, y que ahora ya no sabe por dónde le vienen las hostias. Nos formamos en una escuela que no nos preparó para ninguna de las profesiones que importan ahora, porque no existían, nos educamos en unos valores que han quedado obsoletos. La primera generación en acudir al psicólogo en masa. La primera generación de padres divorciados. La generación inauguró su etapa adulta con una crisis económica que la ha dejado lastrada permanentemente. La generación bisagra entre un pasado que ya no existe, y un futuro que está por construir. Las estructuras, verdades, relaciones, e instituciones con las que crecimos se desvanecen a nuestro alrededor. Las nuevas, están por crear. Y nosotros estamos en medio.
Y lo peor de todo es que ni siquiera sabemos que existimos. Somos tan insignificantes que no tenemos ni nombre, atrapados entre la glamuroso hastío de la Generación X, y el molesto desparpajo de los millenials, somos un engendro de niños bien educados y callados, llamados a comerse el mundo, y que luego se comieron una crisis de ladrillos corruptos, hipotecas fáciles y antidepresivos. Arrinconados en el rincón de la historia, como castigados, vivimos en un miasma de significados cuánticos y relativismo moral. Antes del pre. Después del post.
Nuestra única esperanza es crear nuestra propia épica, pero como ni siquiera sabemos que existimos, fallamos. Nos hemos acostumbrado a aceptar que nuestra única salida es dejarnos arrastrar por el sumidero de la historia, con la única esperanza de que la caída no sea demasiado dolorosa. Si Dios quiere, podremos sonreír en el último segundo. Y solo así, entonces, algunos sentiremos que todo ha valido la pena.