Hace unos tres meses que he sido padre por primera vez de dos preciosos gatos callejeros y estoy desde entonces en una nube. Y no es para menos, porque he tenido la suerte de ser bendecido con dos felinos cariñosos, agradecidos, aunque también muy traviesos.
Pero desde el primer día que entraron en mi casa y caí totalmente enamorado a sus pies, no puedo dejar de recordar una anécdota que sucedió cuando cursaba primero de bachillerato en la que enfrentamos a la profesora de Biología con el de Filosofía por una cuestión en la que no conseguían ponerse de acuerdo: ¿Tienen sentimientos los animales? O más concretamente: ¿Tienen sentimientos nuestras mascotas?
Aunque sé que en el termino mascota pueden entrar muchos seres vivos con distinto grado de desarrollo cognitivo, desde pequeños peces, pasando por distintos pájaros, hasta un sinfín de reptiles, en la cuestión que enfrentó a ambos maestros la discusión siempre se centró en los dos animales que nos acompañan con más frecuencia: perros y gatos.
Lo cierto es que, aunque acalorado, el debate fue muy constructivo y ambos profesores esgrimieron razones de peso muy bien argumentadas.
Argumentos a favor de que nuestras mascotas tienen sentimientos
La profesora de biología nos aseguraba que pensar que los sentimientos es algo exclusivo de los seres humanos es una visión antropocentrista y que todos los descubrimientos recientes (de hace veinte años, soy viejo) apuntaban a que esto no era así.
Es más, nos decía que, tal y como habíamos visto en clase, la biología evolutiva demostraba que los peldaños que separaban especies evolutivamente cercanas eran muy estrechos y que siempre se trataban de pequeños cambios que no suponían una gran diferencia. Frente a este argumento he de decir que, si estuviéramos hablando de chimpancés, podría mostrarme de acuerdo, pero creo que el salto evolutivo entre perros, gatos y humanos, pese a ser todos mamíferos superiores, si que es lo suficientemente amplio como para mostrar diferencias sustanciales entre estas especies.
También nos hablaba de que estos animales mostraban señales visibles de afecto, como cuando un perro salta de alegría cuando llegas a casa o una gato ronronea de gusto cuando le acaricias la panza.
Argumentos en contra de que nuestras mascotas tienen sentimientos
El profesor de filosofía, mucho más pasional en la defensa de su tesis, se dedicó a desmontar uno a uno los argumentos de su compañera bióloga y, además, a añadir a alguno más de su propia cosecha que, en mi opinión, resultaron bastante convincentes.
Él nos empezó a hablar de como Disney había calado de una manera tan profunda en el imaginario popular que siempre tendíamos a humanizarlo todo. Los comportamientos de los que hablaba la bióloga se podían explicar por su origen salvaje: los perros, por ejemplo, nos trataban como al líder de la manada y su alegría podía deberse más a una cuestión de sumisión que de amor en términos humanos.
Por no hablar de que ciertos animales nos generan más simpatía que otros por el simple hecho de tener un aspecto más adorable. Creo recordar que nos comparaba los delfines con las orcas o las hienas con los perros domésticos. En ambos casos los animales poseen similar desarrollo cognitivo, pero nos despiertan sentimientos diametralmente opuestos.
También argumentaba que las actuales razas de perro doméstico habían sido todas creadas por el ser humano, propiciando razas más amables o más agresivas según los intereses de cada creador.
Y también, como psicólogo, nos explicaba que aplicando a un perro la teoría del condicionamiento clásico del conductismo (que en ellos sí funciona, como demostró hace más de un siglo Pavlov), este aprende que, cuando es más cariñoso, obtiene más cuidados y comida.
Al final, la discusión derivó y se zanjó en una cuestión de semántica. Él profesor de filosofía nos ponía el ejemplo de una niña de cuatro años a la que han diagnosticado cáncer. Si a esa niña le comunicamos la noticia, seguramente no entienda bien lo que le está ocurriendo y sus sentimientos de tristeza o preocupación serán mucho más limitados que los de un ser humano plenamente desarrollado. En el caso de los animales, esas emociones son todavía más primitivas que en el caso de la niña y, por lo tanto, era erróneo llamarlas sentimientos.
La profesora de biología, por su parte, no estaba en absoluto de acuerdo con esto y nos aseguraba que cualquier mamífero superior desarrollaba capacidad para experimentar sentimientos en un abanico muy similar al de los humanos.
Al final, concluyeron afirmando que ambos tenían razón y que las discrepancias derivaban en la definición que cada uno le daba a la palabra en sí.
Por mi parte, yo sigo adorando a mis gatos, aunque me sigue chocando como muchas veces respondemos de forma más visceral cuando alguien hace daño a un animal que cuando se la hace a un ser humano. Tal vez sea por esa inocencia que les presuponemos cuando, en realidad, los animales pueden llegar a ser incluso tan retorcidos como nosotros.
En realidad, cualquiera que tenga una mascota sabe que, un poquito cabrones, sí que son en ocasiones.