Me preguntaste qué es la felicidad. Yo te contesté que, desde mi punto de vista, que es el de quien viene de atravesar el desierto del dolor, la felicidad no es más que la ausencia de sufrimiento; quien realmente es feliz no se cuestiona su naturaleza, porque no necesita hacerlo. La da por descontada. Es el dolor el que hace preguntarnos qué era aquel lugar acogedor que hemos perdido y que llamábamos felicidad.
Me invitaste a que investigara sobre esas ideas, pues tal vez no fueran las correctas. Acepté e indagué en la religión, la filosofía y la ciencia, en la medida de mis modestas capacidades.
La búsqueda puede parecer infinita, pero no lo es tanto, pues si bien es inmenso lo escrito sobre cómo llegar a ese lugar llamado felicidad, no lo es tanto su definición.
La religión no puede ayudar a un ateo como yo, por lo que la búsqueda se acorta más. Poco importa qué tipo de paraíso mental ofrezcan las diferentes religiones, teístas o laicas, porque, quien es incapaz de andar un camino, no encuentra utilidad en saber a dónde puede llevarle. Lo afirmo con envidia, pues si fuera capaz de prescindir de la razón y dejarme llevar por la fe, podría alcanzar la paz mental que da el diseñar mundos falsos a medida.
Probaré con la filosofía.
Para Platón, los ingredientes de la felicidad son el placer y la sabiduría. Puedo aceptarlo, pero ante un sufrimiento profundo no puede haber placer ni el individuo puede dedicarse a aumentar o ejercer su sabiduría, a excepción, claro está, de que sea una especie de superhombre, capaz de dominar su mente hasta hacerla independiente de la realidad. Alguien que realmente domine sus deseos, sus pasiones, sus pensamientos automáticos, sus instintos, sus padecimientos y sus sesgos ha de calificarse como sobrehumano. Alguien que alcance el ideal de los estoicos, por ejemplo, ha de poseer unas cualidades excepcionales. No creo que sea una meta realizable para el común de los mortales, sino para gente excepcional. Para algunos gurús de la actualidad, llegar a lo que los griegos llamaban la ataraxia es tan simple como seguir los sencillos tips de su libro. En realidad, sería convertirse en un sabio, en el más clásico de los sentidos, consiguiendo de esa forma la felicidad. Si ser un sabio fuese alcanzable para todo el mundo, la propia definición de sabio sería falsa. Si todos estamos por encima de la media, la media está mal calculada.
Epicúreos, estoicos y escépticos mencionaban la ataraxia, que no significa otra cosa que “ausencia de turbación”. ¿Acaso no es lo mismo que mi ausencia de dolor? Para ello era necesario el control de los deseos, el equilibrio mental y corporal y la fortaleza ante la adversidad. Vamos, un autocontrol digno de un semidiós.
Los hedonistas, por su parte, reconocían que era necesario huir del dolor, físico y mental, para ser feliz. Hemos de buscar el placer, pero al contrario de lo que sus críticos malinterpretaban, este placer puede ser espiritual y fruto de realizar el bien. Poder evitar el dolor también lo consideraban una especie de placer.
Aristóteles, por su parte, recalca la idea de la sabiduría y que para consagrarse plenamente a ella se debería poder disponer de suficientes bienes materiales como para tener una vida contemplativa, lo que hoy llamaríamos vivir de rentas. Básicamente, según Aristóteles, puedo despedirme de la idea de ser feliz.
Según Nietzsche, que siempre iba a la contraria, centrarse en el autocontrol es negar la naturaleza humana, de la cual forma parte el sufrimiento. No debería limitarme reprimiendo estoicamente mis sentimientos, sino realizarme mediante la voluntad de poder, que en este contexto sería alcanzar mis metas y sentir que estoy en el lugar que me corresponde.
Si recurro a filósofos más cercanos, como Russell, me transmiten términos más contemporáneos. Habla de las “pasiones egocéntricas” que son las causantes de la infelicidad. La obsesiva preocupación sobre uno mismo nos hace infelices, “la insistencia en reflexionar de manera continuada sobre los propios errores, miedos, defectos o pecados”. Algo con lo que me siento muy identificado. Para combatir estos males, es necesario vivir hacia afuera. Básicamente, las relaciones con los demás, la curiosidad intelectual por el mundo y la vida integrada en comunidad son los enlaces con el mundo exterior que nos hacen vivir hacia afuera y olvidar nuestro ego. Pero ¿acaso no está definiendo la felicidad, otra vez, como la ausencia de una serie de padecimientos?
Probaré con la psicología.
Una de las respuestas más concretas que he encontrado es aquella que la explica así: “en un análisis factorial de la felicidad encontramos que está integrada por cuatro factores: 1) ausencia de sufrimiento profundo; 2) satisfacción con la vida; 3) realización personal; y 4) alegría de vivir”.
Por lo que veo, la diferencia respecto a mi definición es que yo me he quedado en el primer punto, es decir, considerar la ausencia de un sufrimiento profundo como condición necesaria y suficiente para la felicidad. Esto me lleva a preguntarme si son necesarios el resto de puntos. Tal vez se trate de una visión sesgada, puesto que cuando alguien viene de una larga temporada de padecimientos psicológicos, el hecho de alcanzar el primero de los escalones se le plantea como el mismo paraíso. Si mal no recuerdo, la famosa pirámide de Maslow funcionaba de forma parecida: mientras no se tiene asegurado un nivel, se ignoran los siguientes.
Bien pensado, parece que la psicología integra las observaciones de los antiguos filósofos y que lo que yo llamaba felicidad debería considerarse como felicidad bajo mínimos, pero ¿acaso la ausencia de sufrimiento profundo no explica los otros factores?