Hace un par de años, en una mañana de un agosto especialmente caluroso, conocí a un hombre que había visto una oferta de trabajo en internet. En ella, se ofrecía el puesto de cocinero en un restaurante de Badalona y prometían 1200 euros al mes.
El hombre, sin pensárselo dos veces, metió en el coche a su mujer y a sus dos hijas y se dirigió a toda velocidad a Badalona con la absoluta seguridad de conseguir ese puesto. Cuando llegó, descubrió que su experiencia en un negocio familiar no era suficiente y que se le requería algún tipo de titulación. Ahora, sin trabajo y sin dinero, se vio obligado a vender parte de sus pertenencias para sobrevivir.
Me encontré con esta familia cuando recorría la costa con mi mujer. Iban caminando al lado de la carretera y, tras verse obligados a vender su vehículo, prácticamente sólo tenían lo que llevaban puesto.
Incluso antes de escuchar su historia, era evidente que el hombre era orgulloso y testarudo. Por aquel entonces, yo tenía 22 años y el estaría en la treintena. Suponiendo que no estaban en las mejores condiciones, paré el coche para llevarles a donde quisiesen y les ofrecí parte de la comida que llevaba encima. El hombre rechazó la oferta, a lo que yo contesté "mientras estés en mi coche, agradecería que hicieses el honor de aceptar mi hospitalidad". Se dio por vencido y por el espejo retrovisor pude la gratitud en los semblantes de la mujer y sus hijas.
Sabía que parar en cualquier restaurante era un esfuerzo fútil, incluso cuando tenía más que suficiente dinero para pagarle la comida a todos. El hecho de que alguien más joven y exitoso que él le ofreciese caridad habría sido un ataque a su orgullo. Entonces, decidí parar en una tienda para comprar algo de pan y fruta y hacer un par de emparedados. De nuevo, los ojos de la madre brillaron de agradecimiento.
Nuestro destino era Cádiz y esto le hubiese llevado prácticamente a casa, pero insistía en no continuar con nosotros, así que le dejamos en un pequeño pueblo cuyo nombre no recuerdo. A penas había arrancado el coche cuando otro vehículo se paró a su lado, así que di la vuelta y pregunté "¿hay algún problema?". Un policía de unos 60 años con una indudable bondad en su mirada me contestó "ninguno, hijo. Sólo les vamos a llevar a la iglesia donde se les atenderá y se les dará una cama hasta mañana". Aún no había pasado un minuto, y este caballero ya se conocía toda la historia y disponía de la ayuda necesaria.
Estamos ante el típico escenario liberal: un individuo testarudo tiene un encontronazo con la realidad y termina dependiendo de la amabilidad de los demás. Cuando el Gobierno interviene, se hace lo que se tiene que hacer para ayudarle a él y a su familia y proveerles con una solución a sus problemas. No hay nada que firmar, ni listas de espera. Es compasión entre humanos; una red orgánica e invisible a nivel nacional con la que se puede contar.
Los progres, tras destruir su propia marca "anti-liberal" un par de veces, decidieron que era buena idea esconderse tras la etiqueta de liberales, creyendo que la compasión nace de la burocracia una vez se han rellenado los pertinentes formularios. Y fluye en la forma de programas fastidiosos y absolutamente pre-planeados, de modo que nadie tiene que utilizar el corazón o la cabeza para hacer a algo diferente. No se puede confiar en el sector privado ni en lo cívico; esos son lugares donde las personas y las organizaciones persiguen sus propias ideas en lugar de hacerlo de la manera en que los progresistas quieren que se hagan las cosas. No; el sector público, el gobierno, especialmente a nivel federal, representa la única entidad con la influencia para asegurarse de que las cosas se hagan de la manera en que los progresistas quieren que se hagan en todas partes y siempre.
Los progres son la gente menos liberal que se pueda encontrar. Han robado descaradamente una etiqueta y la están destruyendo como destruyeron la suya propia.