“Solo son pájaros, no hay que temer”, susurró el hombre en su nuca. Entonces se escuchó de nuevo el silbido, ya no tan lejano, de aviones a punto de sobrevolar la ciudad, y la gente empezó a inquietarse. Todos se agolpaban en el último tramo de escaleras, a la salida del metro, indecisos, temiendo las bombas. El hombre aprovechó para apretársele por detrás. Por instinto, ella asió con más fuerza las bolsas de comida que tantas horas llevaba cargando. “¿Ves que solo son pájaros?”, insistió él, posando descaradamente los labios en su oído. Entre los pies de las personas, la mujer vio como brincaban asustados los gorriones y algo se abrió en ella. Y entonces la mano de él sobre su cadera, el enredo con el borde de su falda, los dedos aventurándose. Y no, ella no se gira a abofetearlo como debe de hacerse. Insoportable ya el calor agarrado a su vientre, prefiere simular un forcejeo y hace como que lucha, revientan las bolsas con la fruta y los hermosos albaricoques salen disparados escaleras abajo como una catarata dorada. Ahora sí grita ella, entre frutas y gorriones, él aferrado por detrás cuando todo estalla y comienza la estampida: echan a correr alpargatas, sombreros, moños tirantes, abrigos, buscan la boca de luz, la salida al mundo de los fantasmas donde esa mujer vive aún hoy, obsesionada por descubrir el rostro del hombre que la amó hasta la muerte".
Carola Aikin