Hacía mucho tiempo que el anciano había construido ya aquel arca, mucho, tanto que de no ser hombre tocado por varita bíblica habría fallecido siete veces. Las bestias que albergaba eran ya lejanas descendientes de aquellas que aceptaron su palabra, pero allí seguían todas, esperando a bordo, aguardando el momento señalado que habría de llegar. Corrían los años y aquel anciano venerable pasaba los días dirigiendo las labores de sus nietos y biznietos, aplicados éstos a cuidar de todo, repartiendo afanosos el agua y las comidas, saneando uno a uno aquellos habitáculos, dirimiendo las disputas y manteniendo en suma saludable a toda aquella variopinta fauna que habría de poblar un nuevo mundo.
Y así estaban las cosas cuando al fin se presentó el día señalado. Ya a media mañana aparecieron por oriente tres o cuatro nubecillas sueltas, después algunas más. Llegando luego la tarde llegaba el alborozo, grises y abultados nubarrones hablaban del milagro prometido inundando las miradas. Todos mudos y expectantes, un silencio prolongado que al rato rompería ya el propio Noé.
―¡Oh, un copo!― exclamó señalando al mismo con el dedo.
―¡Y otro!, ¡y otro!, ¡y otro!― repitieron luego los dedos de sus nietos y biznietos apuntando en todas direcciones.
Cuarenta años después cayó el último copo y cesó la pertinaz nevada. Justamente cuarenta, conforme estaba señalado. Aunque antes, mucho antes, apenas pasados unos meses, ya se lamentaban todos desde abajo de que un arca no flotara como Dios manda en la nieve.