B) El ismä’ilismo
a. Períodos y fuentes. El proto-ismä’ilismo
Hace algunos decenios hubiera sido difícil escribir este capítulo: tan tupida era la urdimbre de la “leyenda negra” –de cuyos autores nos ocuparemos más tarde a propósito de Alamüt- que ocultaba la verdadera cara del ismä’ilismo. Las dos principales ramas del si’ísmo, el imänismo duodecimano y el ismä’ilismo septimano, se desgajan a la muerte del I Imäm, Ya’far al-Sädiq (148/765), hombre notable por muchos conceptos. Su hijo mayor, el Imäm Isä’il, había fallecido prematuramente antes que él. ¿Correspondía la investidura del imanato al hijo de éste, o tenía derecho el Imäm Ya’far, usando como lo hizo de sus prerrogativas, a nombrar como sucesor a otro de sus hijos, Müsà Käzim, hermano menor de Ismä’il? De hecho, la cuestión no estriba en las personas, sino en algo más importante: la validez de una estructura trascendente cuya tipología ejemplifican las figuras terrestres de los Imanes. Esta discrepancia dividirá a si’íes duodecimanos y septimanos.
En torno al joven Imäm Ismä’il, epónimo del ismä’ilismo, se había constituido un grupo de discípulos entusiastas, cuyas tendencias podríamos calificar de “ultra-si’íes” por cuanto les animaban a extraer consecuencias radicales de las premisas de la gnosis si’í que antes expusimos: la epifanía divina en la imanología, la certeza de que a toda realidad exterior o exotérica corresponde otra realidad interior o esotérica, la preponderancia de la Qiyämat (resurrección espiritual) sobre la observancia de la sarï’at (la ley, el ritual). Es el mismo espíritu que encontraremos nuevamente en el ismä’ilismo reformado de Alamüt. Este es el nudo de la tragedia que protagonizan la patética figura de Abü-l-Jatäb y sus compañeros, amigos del Imäm Ismä’il, desautorizados, al menos externamente, y con gran pena por su parte, por el Imäm Ya’far.
Nos quedan pocos textos de esta efervescencia espiritual del siglo II/VIII, pero bastan para darnos una idea de la vinculación de la gnosis ismä’ilí con la primitiva gnosis. El más antiguo, titulado Umm al-Kitäb (“el arquetipo del Libro”), ha llegado hasta nosotros escrito en persa arcaico; sea el texto original o una versión del árabe, lo cierto es que refleja fielmente las ideas que circulaban en los medios donde se originó la gnosis si’í. El libro está escrito en forma de coloquio entre el V Imäm, Muhammad al-Bäqir (muerto en 115/733), y tres de sus discípulos (rusaniyän, “seres de luz”). Desde el principio se aprecian claras reminiscencias de los Evangelios apócrifos de la Infancia, lo que nos permite ya entrever el paralelismo entre la imanología y la cristología gnóstica. Otros temas predominantes son la ciencia mística de las letras (el yafr), muy en boga ya en la escuela de Marcos el Gnóstico; y el sistema quinario, basado en grupos de cinco elementos, que informa una cosmologái donde se rastrean las huellas del maniqueísmo y profundizando el análisis, de un interesante catenoteísmo.
Desgraciadamente, nos resulta muy difícil seguir la transición entre los textos básicos de lo que podríamos llamar el protoismä’ilismo, y el período más floreciente en que el acceso al poder en El Cairo de la dinastía fatimí (269/909) con ‘Ubayd-Allä al-Mahdï, se aclama como la realización en la tierra del reino de Dios que esperaban los ismä’ilíes. Entre la muerte del Imäm Muhammad, hijo del Imäm Ismä’il, y el fundador de la dinastía fatimí, transcurre un período oscuro en el que se suceden tres Imanes ocultos (mastür, que no hay que confundir con el concepto de la gaybat del XII Imäm de los si’íes duodecimanos). Señalaremos simplemente que, según la tradición ismä’ilí, el segundo de estos Imanes ocultos, el Imäm Ahmad, bisnieto del Imäm Ismä’il, patrocinó la redacción de la Enciclopedia de los Ijwän al-Safä’ y fue autor de la Risälat al-Yämi’a, es decir, de la síntesis de dicha Enciclopedia desde el punto de vista del esoterismo ismä’ilí. Citemos también a un autor yemení, Ya’far ibn Mansur al-Yaman, que vivió a mediados del siglo IV/X.
A este período oscuro sigue la aparición de las grandes obras sistemáticas, dotadas de una técnica perfecta y de un léxico filosófico preciso, sin que podamos determinar las condiciones que las han hecho posibles. Los grandes maestros del pensamiento ismä’ilí son, con mayor frecuencia todavía que entre los sï’íes duodecimanos, de procedencia iraní –excepto Qädï Nu’män (muerto en 363/974)-: Abü Hätim al-Räzï (muerto en 322/933) con sus célebres controversias con su compatriota, el médico y filósofo al-Räzï; Abü Ya’qüb al-Siÿistänï (siglo IV/X), pensador profundo y autor de una veintena de obras escritas en un lenguaje conciso y difícil. Ahmad ibn Ibrähïm al-ïsäpürï (siglo V/XI); Hamïd al-Dïn al-Kirmänï (muerto hacia 408/1017), autor prolífico y de notable perspicacia (dä’ï del califa fätïmï al-Häkim), escribió también varios tratados de controversia con los drusos, los “hermanos separados” del ismä’ilismo; Mu’ayyad al-Sïräzï (muerto en 470/1077), autor igualmente prolífico en árabe y persa, que alcanzó el grado de bäb (umbral) en la jerarquía esotérica; el célebre Nasïr Jusraw (muerto entre 465/1072 y 470/1077), cuyas obras, muy numerosas, están todas escritas en persa.
Recordaremos brevemente cómo, a consecuencia de la decisión adoptada por el VIII califa fätïmí, al-Mustansir Bi’lläh acerca de su sucesión, la comunidad ismä’ilí se dividió a su muerte en dos ramas: por una parte, la llamada de los ismä’ilíes “orientales”, es decir, la de los ismä’ilíes de Persia, cuyo principal centro fue la “encomienda” de Alamüt, en las montañas al sudoeste del Mar Caspio –son los actuales Joÿas de la India, que reconocen por jefe al Agä Jän; por otra parte, la rama de los ismä’ilíes “occidentales”, es decir, de Egipto y el Yemen, que reconocieron el imanato de al-Musta’lï, segundo hijo de al-Mustansir y continuaron la antigua tradición fätïmí. Para ellos, el último Imäm fätïmí fue Abü-l-Qäsim al-Tayyib, hijo del X califa fätïmí, al Amir Bi’ahkami-l-läh (muerto en 524/1130), XXI Imäm de la dinastía de ‘Alï ibn Abï-Tälib (tres hebdómadas). Pero extinguida la rama por falta de descendencia, los ismä’ilíes de esta secta (los Buhras de la India), creen, como los si’íes duodecimanos, en la necesidad de la ocultación del Imäm, con todas sus implicaciones metafísicas, y prestan obediencia a un dä’i o sumo sacerdote, que es un simple representante del Imäm invisible.
Más adelante nos ocuparemos de la literatura del ismä’ilismo de Alamüt. La de los ismä’ilíes “occidentales”, fieles a la tradición fätïmí, está representada por cierto número de obras monumentales, escritas en su mayoría en el Yemen hasta finales del siglo XVI, en que el gran dä’i trasladó su residencia a la India. Hasta ahora, nuestras historias de la filosofía no se han ocupado en absoluto del pensamiento yemení, por la simple razón de que sus tesoros se guardaron durante mucho tiempo en el más riguroso secreto (recordemos que el Yemen pertenece, oficialmente, a la rama zaydï del sï’ísmo, de la que no podemos tratar aquí). Algunos de estos autores yemeníes han sido muy prolíficos: Sayyid-nä Ibra¨him ibn al-Hämidï, II dä’i (muerto en San’a en 557/1162); Sayyid-nä Hätim ibn Ibrähïm, III dä’i (muerto en 596/1199); Sayyid-nä ‘Alï ibn Muhammad, V dä’i (muerto en 612/1215), que escribió una veintena de grandes obras, entre las que destaca su monumental réplica a los ataques de al-Gäzälï; Sayyid-nä Husayn ibn ‘Alï, VIII dä’i (muerto en 667/1268), el único traducido al francés hasta ahora. Este período yemení alcanza su punto culminante con la obra de Sayyid-nä Idrïs ‘Imäd al-Dïn, XIX dä’i (muerto en 872/1468). Aunque estos tres últimos corresponden a una fecha posterior a la que nos habíamos fijado como límite de la primera parte de este estudio, sus nombres merecen ser consignados aquí.
A) El Ismä’ilismo fatimí
1) La dialéctica del tawhïd
Para comprender la profunda originalidad de la doctrina ismä’ilí como el modelo por excelencia de la gnosis islámica y su radical diferencia de la filosofía helenizante, es preciso considerar su intuición primordial. Los antiguos gnósticos recurrían a designaciones puramente negativas, a fin de preservar a la divinidad de toda asimilación con lo creado: el Incognoscible, el Innombrable, el Inefable, el Abismo. Estas expresionen tienen su equivalente en la terminología ismä’ilí: el Principio u Originiador (Mubdi’), el Misterio de los misterios (Gayb al-guyüb), “el que no puede ser aprehendido por el más osado de los pensamientos”. No se le pueden atribuir ni nombres ni atributos ni calificativos, ni el ser, ni el no ser: es el hacer-ser. En este sentido, el ismä’ilismo ha formulado una “filosofía primera”. Cuanto afirman los filósofos avicenianos sobre el Ser necesario, el Ser primero (al-Haqq al-awwal), debe, de hecho, trasladarse a otro plano para que sea verdadero. Su metafísica comienza por no hacerse cuestión del ser y, por consiguiente, no comienza sino por el ser como lo dado. La metafísica ismä’ilí se exalta al nivel del hacer-ser: antes que el ser está el imperativo del ser, el KN (¡sea!) originador. Más allá del Uno está el Unífico (muwahhid), aspecto de monadología; al tiempo que exhala a este unífico de todos los unos unificados en él, lo afirma en ellos y por ellos. El tawhïd, la afirmación del Único, debe pues evitar la doble trampa del ta’tïl (agnosticismo) y del tasbib (asimilación de lo manifestado a su manifestación). De ahí la dialéctica de la doble negatividad: el Principio es no ser y no no-ser; no en el tiempo y no no-en-el-tiempo, etc. Cada negación sólo es verdadera a condición de ser a su vez negada. La verdad estriba en la simultaneidad de esta doble negación. Este tawhïd esotérico parece, en su enunciado, bastante alejado del monoteísmo habitual entre los teólogos. Para comprenderlo hay que conceder la importancia debida al concepto de hadd, límite, grado. El concepto es fundamental por cuanto sirve de vínculo entre la concepción “monadológica” del tawhïd y la jerarquización inherente a la ontología ismä’ilí, y establece una estrecha correlación entre el acto del tawhïd (reconocer al Único) y al tawahhud, proceso constitutivo de una unidad, monadización de una mónada. Con otras palabras, el sirk que desintegra la divinidad al pluralizarla, es, eo ipso, la propia desintegración de la mónada humana, que no llega a constituirse en una verdadera unidad, por no conocer el hadd del que es mahdüd, es decir, el límite que la constriñe a su categoría ontológica. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿en qué límite, en qué hadd se produce la revelación del ser por el Super-ser? En otras palabras: ¿cómo se constituye el primer hadd, que es el Ser Primero, es decir, cuál es el límite en que la divinidad surge de su abismo de incognoscibilidad absoluta, el límite en que se revela como persoan, hasta tal punto que hace posible una relación personal de conocimiento y amor con ella? ¿Cómo, tras la primordial epifanía divina, surgen todos los hudüd? (A menudo este término se traduce por “grados” o “dignidades” de las jerarquías esotéricas celestes y terrestres, lo que no es inexacto, pero elude su aspecto metafísico). Plantearse estas preguntas es interrogarse sobre el eterno nacimiento del Pléroma.
2) El drama en el cielo y el nacimiento del tiempo
Si la comunidad ismä’ilí se autodesigna como la da’wat, la “convocación” al tawhïd esotérico, es porque está convocación (o “proclamación”, kerygma) comenzó “en el Cielo”, mediante el llamamiento de la Inteligencia Primera, anterior al tiempo, a todas las Formas de luz del Pléroma arcangélico. Esta da’wat “en el Cielo” es la eterna Convocación de la que la “Convocación” es sólo la forma terrestre, propia del período muhammadí del actual ciclo de la profecía. Su existencia en la tierra, es decir, en el mundo fenoménico, comenzó con el Adán inicial, muy anterior al Adán de nuestro ciclo. Mientras que la Inteligencia Segunda (la Primera Emanación) daba su consentimiento a este llamamiento, la Inteligencia Tercera, procedente de la díada de las dos primeras, respondía con la negativa y el rechazo. Esta Inteligencia Tercera era el Adam rühänï, el Adán espiritual celeste, el ángel-arquetipo de la humanidad, en cuya persona resume simbólicamente el sentido metafísico ismä’ilí la hierohistoria de los orígenes humanos.
El Adán espiritual se inmoviliza, pues, deslumbrado y preso de vértigo ante sí mismo; rechaza el “límite” (el hadd) que le precede (la Inteligencia Segunda) porque no se da cuenta de que si bien este hadd “limita” su horizonte, le remite asimismo al más allá. Cree que podrá alcanzar el Principio inaccesible sin este “límite” intermedio, y desprecia el misterio del Deus revelatus en la Inteligencia Primera, porque piensa que no hacerlo sería identificar a ésta con la deidad absoluta, el Principio (Mubdi’). Para no caer en esta idolatría se erige a sí mismo en absoluto y sucumbe a la peor de las idolatrías metafísicas. Cuando por fin consigue salir de su estupor, como un arcángel Miguel que alcanzara una victoria sobre sí mismo, aparta lejos de sí la sombra demoníaca de Iblis (Satán, Ahrimán), arrojándola al mundo inferior, donde reaparecerá de ciclo en ciclo de ocultación. Pero entonces se da cuenta de que le han “adelantado”, de que le han “dejado atrás” (tajalluf), de que ha retrocedido. De ser la Inteligencia Tercera ha pasado a ser la Décima. En este intervalo, que mide el tiempo de estupor que tendrá que redimir, se ha producido la emanación de las otras siete Inteligencias –los llamados “Siete Querubines o “Siete Verbos divinos”- que ayudan al Ángel-Adán a volver en sí y que señalan la distancia ideal de su caída. El tiempo es su retraso con respecto a sí mismo; literalmente, se puede decir que el tiempo es “la eternidad atrasada”. Por ello, siete períodos marcan el ritmo del ciclo de la profecía y siete Imanes marcan el ritmo de cada período de este ciclo. Estas son las raíces metafísicas del si’ísmo septimano o ismä’ilí: el número siete representa el retraso eterno del Pléroma, retraso que el Ángel Tercero, degradado a Décimo, debe reconquistar para los suyos y con ayuda de los suyos.
Cada Inteligencia arcangélica del Pléroma encierra a su vez un pléroma de innumerables Formas de luz. Todas las que componen el pléroma de Adán celeste se inmovilizaron con él en su retraso. También él les dio a conocer la da’wat, la “convocación” eterna; pero la mayoría de ellas, obstinadas y furiosas en mayor o menor grado, le rechazaron, negándole incluso el derecho a hacer tal llamamiento. Y esta negación entenebró el fondo esencial de su ser, que había sido pura incandescencia. El Ángel-Adán comprendió que, si permanecían en el mundo espiritual puro, no se librarían nunca de sus Tinieblas. Por eso se convirtió en el demiurgo del cosmos físico, como medio de salvación de las antiguas Formas de luz.
3) El tiempo cíclico: hierohistoria y jerarquías
Este anthropos terrestre es conocido como el Adán primordial íntegro (Adam al-awwal al-kulli), el pananthropos. Conviene distinguirle tanto de su arquetipo celeste, el Adán espiritual, el Ángel Tercero degradado a Décimo, como del Adán parcial (yuz’i), que abrió nuestro ciclo actual. Se le define como la “personificación física del Pléroma primordial”. No tiene nada que ver, por supuesto, con el hombre primitivo de nuestras paleontologías filosofantes.
Este Adán terrestre inicial es a la vez la forma epifánica (mazar) y el Velo del Adán celeste; es su pensamiento inicial, el término de su conocimiento, la substancia de su acción, el proyecto que recoge la irradiación de sus luces. Como el Adán de la profetología judeo-cristiana, es ma’süm, inmunizado de toda impureza, de todo pecado, y este privilegio lo transmite, de ciclo en ciclo, a todos los santos Imanes. Su ciclo fue un ciclo de epifanía (dawr-kasf), una era de felicidad en la que la condición humana gozaba aún, hasta en sus particularidades físicas, de un estado paradisíaco. Los humanos percibían las realidades espirituales (haqä’iq) directamente, y no bajo el velo de los símbolos. El primer Adán instauró en este mundo la “Noble Convocación” (da’wat sarïfa); fue él quien instituyó la jerarquía del hierocosmos (‘alam al-Dïn), a imagen de la del Pléroma y de la del macrocosmos; quien dispersó a doce de sus veintisiete compañeros (los doce dä’i) en los doce yazïra de la Tierra y eligió a los doce huÿÿat, sus compañeros predilectos. En una palabra, fue el fundador de esa jerarquía esotérica que permanece inalterada de ciclo en ciclo, de período en período de cada ciclo, hasta el Islam y después del Islam.
Una vez que hubo investido a su sucesor, el primer Adán se reintegró al Pléroma, donde sucedió al Ángel Décimo (el Adán celeste), que a su vez (y, con él, toda la jerarquía de Inteligencias) ascendió al rango superior inmediato. Este movimiento ascendente no cesará hasta que el Ángel-Inteligencia Tercero, que por su desvarío se inmovilizara y retrocediera al Décimo puesto, se haya reincorporado al círculo de la Emanación o Inteligencia Segunda. Lo mismo ocurrió con cada uno de los Imanes que sucedieron al Adán inicial en este primer ciclo de epifanía. A este ciclo de epifanía siguió otro de ocultación (dawr al-satr); al ciclo de ocultación otro de epifanía, y así sucesivamente, alternándose los ciclos en vertiginosa sucesión, hasta la última Resurrección de las Resurrecciones (Qiyämat al-Qiÿamat) que traerá consigo la consumación de nuestro Aiüm y devolverá a la humanidad y a su Ángel a su estado primitivo. Ciertos textos de los santos Imanes evalúan el Gran Ciclo (kawr a’zam) en trescientas sesenta mil veces trescientos sesenta mil años.
Aunque todavía no alcancemos a comprender el significado íntegro de la jerarquía esotérica a lo largo de los períodos del ismä’ilismo, su estructura fue ya perfectamente esbozada por Hamïd al-Kirmänï (muerto hacia 408/1017). La jerarquía celeste (los hudüd superiores) tienen su equivalente en la jerarquía terrestre (los hudüd inferiores). Cada una de ellas cuenta con diez grados que se agrupan en una tríada (grados superiores) y una septena.
La tríada está compuesta por el Nätiq, el Wasï y el Imäm. El Nätiq es el profeta que predica en la tierra una sarï’at, una Ley divina que el Ángel le ha comunicado; la letra de este texto, enunciado de forma esotérica (zähir), constituye el código de la religión positiva. El Nätiq es el equivalente en la tierra de la Inteligencia Primera que inauguró “en el Cielo” la da’wat.
(Continúa en www.meneame.net/m/escombrillos/filosofia-islam-parte-6 )