Se suele entender el patriarcado como una historia de privilegios y sometimiento, donde salen ogros malvados, groseros y dictatoriales que subyugan a pobres damiselas que no levantan cabeza. Pero, como pasa con todas las historias humanas los malos no son tan malos, los buenos no existen y el pringue se reparte un poco entre todos y todas. Y como suele pasar con los inventos feos que funcionan bien el patriarcado tiene que ver con lo que consideramos "las cosas buenas", la cortesía, la caballerosidad: las buenas costumbres.
Debatiendo en un hilo #1 afloró el recuerdo de una escena patriarcal de juventud. Si me la cuenta un meneante del siglo XIX (y tenemos aquí a varios perfectamente conservados) no la encontraría fuera de lo común, pero como me la acabo de contar yo, que soy un hombre del futuro en comparación con las masas que pululan por estos hilos, me sigue pareciendo extraordinaria. A lo peor no lo es tanto. Ocurrió en los años ochenta, entre urbanitas no demasiado conservadores, no adheridos a sectas religiosas y que se tenían por librepensadores.
Yo, hermoso zagal de doce años, estaba jugando en la calle con un grupo de niñas, mientras mamas, papas y amigos tomaban el refrigerio en la terracita del café #2. Casi todas las niñas eran de mi edad, alguna era más joven y un par de ellas dos o tres años mayores que yo. Como estábamos haciendo las cabras por la calle provocamos una pirula y un auto le dio un topecito sin consecuencias a una de las niñas pequeñas: frenada ruidosa, llantos, y amigo de padres que sale disparado dejando su cervecita y se pone a echarme la bronca.
El niño resultó ser el responsable del grupo, aunque había niñas mayores ¡que además parecían mucho mayores! Pero ni al señor ni a mi nos salió un acuerdo natural por el que el único hombre que había dentro de esa manada en el instante de la tragedia tenía que haber estado a su cuidado, o ser más responsable del grupo que el resto de las mujeres. A mi no me salió en ningún momento y él tuvo que pasar un mal rato empleando un lenguaje grueso, palabras femeninas despectivas y llamamientos a la virilidad para recordármelo.
La memoria de la reprimenda ha persistido porque nadie me había echado una bronca tan gorda en la niñez, ni después, no porque luego conectara ese recuerdo con teorías feministas. Hasta ayer. Nunca me pregunté por qué este señor me había elegido a mi #3, y en concreto a un arquetipo de hombrecito, entre tantas niñas de mi edad, y mayores y mucho más grandes #4. Ahora pienso que no solo me reñía, estaba aprovechando el percance para hacerme caballero, me estaba otorgando la responsabilidad sobre las mujeres, y su cuidado.