"Mi carrera era la de químico. Mientras escribía y vendía cuentos, estudiaba de firme en Columbia. Tenía el propósito de ganarme la vida —una vez conseguido el doctorado— realizando investigaciones para una industria importante, con un sueldo magnífico… cien dólares semanales, por ejemplo. (Siendo hijo del dueño de una pastelería, criado durante la depresión, sufría ataques de vértigo si intentaba imaginar más de cien dólares semanales que señalaban el límite de mis ambiciones.)
Claro, mi sueldo en Filadelfia era sólo de cincuenta dólares semanales; pero por aquellos días una pareja joven tenía bastante. Los impuestos eran bajos, el apartamento nos costaba 42’5 dólares al mes y la comida para dos en un restaurante ascendía a dos dólares (incluida la propina).
No era la cumbre de mis sueños; pero, al fin y al cabo, se trataba únicamente de un empleo temporal. Terminada la guerra, volvería a mis investigaciones, conquistaría el título y encontraría un empleo mejor. Mientras tanto, hasta un salario de 2.600 dólares anuales parecía eliminar la necesidad de escribir nada. El día de la boda llevaba escritos cuarenta y dos relatos, de los cuales había vendido veintiocho (y todavía vendería tres más). En un período de cuatro años de soltero había cobrado, por los veintiocho cuentos, 1.788’5 dólares. Lo cual representaba unos ingresos medios de algo menos de 8’6 dólares semanales, o 64 dólares por relato.
Entonces nunca soñé que pudiera salir mucho mejor librado. No tenía el propósito de escribir jamás otra cosa que ciencia ficción o fantasías para revistas baratas, que pagaban a centavo la palabra cuando más… o a centavo y cuarto si daban gratificación.
Para llegar a los pobres cincuenta dólares semanales de mi empleo habría tenido que escribir y vender unos cuarenta cuentos al año, y en aquellos tiempos me parecía inconcebible poder hacerlo.
Había sido buena idea darle a la máquina para pagarme los gastos del colegio cuando no tenía otra fuente de ingresos; pero ahora, ¿para qué habría tenido que escribir? Además, con seis días de trabajo, o sea, cuarenta y cuatro horas semanales, y el apasionamiento de un matrimonio reciente, ¿quién habría tenido tiempo?
Parecía desvanecerse hasta el hecho de que existiera la ciencia ficción. Me había dejado la colección de revistas en Nueva York; ya no veía periódicamente a Campbell, ni a Pohl, ni a ninguno de mis camaradas del género. Apenas leía siquiera las revistas más conocidas cuando salían.
Pude haber dejado morir por completo mi ciencia ficción, y con ella mi carrera de escritor, si no hubiera sido por los momentos del mundo externo y unos ligeros cosquilleos en mi interior, que indicaban (aunque por aquel entonces yo no lo supiera) que escribir significaba para mí muchísimo más que un simple recurso para ganar un poco de dinero".
Isaac Asimov. Publicado en "Asimov. Selección 3".