Cuenta mamá Panchita que mucho antes de aprender a escribir yo ya dibujaba. Por muchos años, orgullosa de mi precocidad, atesoró el primer
dibujo que realizara cuando apenas tenía algo más de cuatro años de edad.
El diseño consistía en una feliz mamá coneja empujando un cochecito en el que llevaba a sus dos conejitos bebés que levemente mostraban sus caritas sonrientes.
Mamá Panchita mostraba con jactancia aquel dibujito a cuanto visitante venía a casa. Pasaron algunos años y recuerdo muy claramente que solía enfundarme en un enorme saco de Papá Vicente, me ponía un gorrito de lana negra y dibujaba héroes de la historia del Perú y cuando alguien me sorprendía en ese trance yo respondía que era un pintor loco, emulando a algún personaje que debía haber visto en alguna revista de la época.
En este momento vienen a mi mente evocaciones de cómo pasaba las horas en soledad, jugando con unos soldaditos de plástico con los que inventaba historias de guerra y romance; como no tenía muñequitos de mujeres utilizaba pomitos de inyecciones a los que le aplicaba trozos de algodón que simulaban cabelleras y que sujetaba a las tapitas de las botellas con alfileres. Era capaz de idear numerosas historias en una, como si fuera un cineasta; debo reconocer que mi imaginación era desbordante. Por esos mismos años descubrí que poseía una habilidad innata para dominar la pelota de fútbol, pero como era un tanto temeroso e insociable con los niños de mi edad, no jugaba fútbol, sólo me limitaba a dominar la pelota, cada vez con más virtuosismo.
Mientras tanto mi hermanito mayor, Carlos Miguel de apenas quince años, jugaba al fútbol de manera competitiva. Ambos estábamos físicamente muy bien dotados para practicar cualquier deporte. Siendo este juego muy hostil cuando lo practicas en las calles, fue forjando a Carlos Miguel como un excelente y rudo zaguero capaz de agarrarse a las trompadas con quien osara enfrentársele, logrando hacerse un tipo temido, carácter que fue llevando poco a poco al ámbito fuera del campo de juego, convirtiéndose en un peleador compulsivo que muchas veces se agarraba a las trompadas con matones conocidos y “respetados en el mundillo del hampa juvenil”. Muchos de estos líos los asumía en defensa de sus amigos más débiles, algo que lo volvía muy carismático entre sus compañeros. Yo sabía que usaba pastillas y jarabes que contenían barbitúricos y alcaloides para drogarse; cuando llegamos a los estudios secundarios, también yo me vi inmerso en esa vorágine de peleas y drogas.
Al cumplir quince años, Carlos Miguel se enamoró de una bella jovencita y aunque creo que se amaban, siempre reñían.
Ciert o día, mamá Panchita, papá Vicente y yo, en compañía de varios tíos y16 primos, viajamos por unos días al pueblo natal de mi madre dejando a Carlos Miguel solo, en casa. En el camino fui invadido por una terrible angustia, sensación que jamás había experimentado y que no me abandonó hasta la noche cuando nos comunicaron que mi hermano había fallecido; la familia se apresuró a regresar.
Al llegar a Lima supimos que Carlos Miguel se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos motivado por alguna desavenencia con la bella niña, su enamorada. Dos de sus amigos estaban presos pues estaban drogándose junto a él cuando ocurrió el deceso. Supimos que había sido un suicidio ya que dejó una carta a su enamorada diciéndole que la amaba y dando a saber que lo había intentado con anterioridad, pero había fallado.
Nunca pude reponerme de la pena de haber perdido a mi único hermanito, sumado al sentimiento de culpa por no haber tenido la suficiente inteligencia y proyección para intuir la crisis por la que mi adorado hermano debió estar pasando.
De allí en adelante no hubo sonrisas en casa por mucho tiempo…
O. Mejìa, Arte y Cultura