Había cumplido doce años cuando ocurrió lo que a continuación voy a narrar. Perdonen el desorden cronológico, pero es que mi interés está más focalizado en el orden psicológico y emotivo.
Estudiaba en un gran colegio de educación secundaria, el más importante de esa época en mi comunidad, el G.U.E. “Carlos Wiesse” cuando un día cualquiera, a la hora del recreo, tuve una riña con un condiscípulo. Yo llevaba las de ganar por lo que mi contendor, cobardemente, me clavó el lapicero en la mejilla atravesando mis carnes hasta el extremo de tocar mi dentadura. Casi no sentí dolor, fue mayor la sorpresa; esa traidora acción me llenó de una ira desmedida que aún con el lapicero clavado en mi cara, arremetí contra mi atacante de una manera tan despiadada que terminé rompiéndole la camisa y destrozándole su maletín lo que me valió la expulsión del colegio. Mi padre, luego de darme una severa golpiza como se acostumbraba por aquellos tiempos, tuvo que llevarme a un colegio particular donde aceptaban a todos los expulsados e indeseables de los colegios de la zona.
En aquel centro de educación yo era uno de los de menor edad y aunque mi hermano Carlos Miguel también estudiaba en el mismo colegio, pero en otra aula, pudiendo defenderme de cualquier agresión de mis camaradas de mayor edad, fui marcando mi territorio presencial a fuerza de golpes. Después de ello hubo lugar y tiempo para hacer buenos amigos y compañeros - ya nadie osaba atacarme-. Para entonces éramos como una familia o mejor dicho una manada, siendo yo uno de los Alfa; mis camaradas me apreciaban y respetaban porque pese a que era muy fuerte, nunca fui abusivo y protegía a mis amigos. Comencé siendo un líder juvenil, no era un jefe, los jefes se imponen por la fuerza, por el temor que infunden, por dinero o por otras atribuciones, pero un líder se determina por su esencia, por su carisma, porque infunde respeto… y yo tenía esas innatas cualidades.
En el colegio, los alumnos de los cursos superiores, habían descubierto que inhalar bencina producía efectos alucinógenos en quienes la aspiraban, su consumo casi se había generalizado entre los estudiantes.
Una mañana mi grupo decidió no entrar al colegio para experimentar con este hallazgo de los más grandes. Así fue que nos internamos entre un inmenso sembrío de maíz- la zona en que vivíamos era agrícola y también urbana-.
Al llegar al centro del maizal tumbamos varios tallos de maíz y nos acostamos sobre ellos, empapamos unas telas con la bencina y comenzamos a aspirar. Lo primer que sentí fue enervamiento y el aumento de mi temperatura corporal. En ese preciso instante todos estábamos bajo tierra y el suelo era lo más parecido a una alfombra sobre nuestras cabezas. Levanté la supuesta alfombra con mi mano y me asomé para ver el exterior.
Afuera había un gigantesco “tumi”, un cuchillo ceremonial pre-inca con el rostro de un Dios de nombre Ñam-Lap que ostenta un tocado en forma de media luna y unas argollas colgando de las orejas. El gigantesco “tumi” estaba clavado en la tierra mientras dos aves a motor jugueteaban volando y atravesando los aretes del “tumi”. Al momento de voltearme para decirles a mis camaradas lo que veía, me di cuenta que ninguno de ellos tenía rostro y sobre sus hombros llevaban unos anillos dentados muy parecidos a engranajes. Sentí pánico por lo que estaba observando, inmediatamente me toqué el rostro y comprendí que yo también tenía un engranaje en lugar de cabeza.
Cerré los ojos y cuando los volví a abrir estaba parado en un espacio tan reducido que apenas si cabían mis pies. De repente, el piso comenzó a moverse amenazando con hacerme perder el equilibrio y caer al vacío. Al momento descubrí que estaba parado en la punta de una varita de madera que era empuñada por una mujer y un hombre de rasgos indígenas vestidos a la usanza de la zona andina de Perú. Este par movía la varilla creándome un constante tambaleo mientras reían y entonaban un estribillo que decía “Utpen itjum, utpen itjum, utpen itjum, utpen itjum”
Al momento de retornar al mundo llamado REALIDAD, un fuerte olor a DDT reinaba en el ambiente y pude ver que mis camaradas y yo estábamos completamente cubiertos por puntitos blancos. Durante nuestra alucinante experiencia unos aviones habían fumigado el maizal. Desperté a todos; nos sacudimos el DDT y salimos velozmente de la zona.
No sé qué visiones habrán tenido ellos pero creo que ninguno volvió a ser el mismo que fue esa mañana al entrar al maizal.
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