Como ya he explicado, en casa, “los tres restantes” habíamos adoptado la costumbre de no interferir en el contexto vital del otro si el cruce no era solicitado por el propietario del espacio. “Mamá Panchita” en su taller de repostería o en la cocina, “Papá Vicente” deambulando entre las habitaciones que había designado para atender a sus pacientes y nuestro hermoso patio-jardín que usaba a modo de sala de espera para quienes deseaban ser atendidos por él… y yo, voluntariamente enclaustrado en mi taller de escultura, atrapado por mis sueños y alucinaciones que se empeñaban tercamente en asomar al exterior. Tres lobos esteparios conviviendo bajo un mismo techo que se reunían sólo a la hora de alimentarse. Era en esos momentos en que, entre bocado y bocado, nos contábamos lo que teníamos necesidad de comunicar, luego cada cual volvía a su escueto mundo. De ninguna manera significa que hubiera carencia de afectos ¡Nooooo! Nos amábamos y mucho, sólo que aún no superábamos esa confusión que nos dejó la repentina pérdida de Carlos Miguel y al fin que cada uno decidió librar su lucha por separado contra lo que yo suelo llamar “sus propios demonios”. Quizás si los tres restantes hubiéramos juntado nuestra pena y dolor, estos hubieran sido más grandes y densos y por tanto más arduo de afrontar; entiendo que nuestro instinto de conservación nos dictó, al unísono, esa estrategia para cargar tan pesada cruz, cada quien en soledad y como mejor podía.
Fue a los quince años que tuve contacto con la marihuana, droga que recién comenzaba a propagarse en Perú. Mi país pasaba por una etapa de oscurantismo impuesto por el gobierno militar del General Velasco Alvarado y nosotros, los jóvenes, éramos la generación a la que se le negó y/o tergiversó sistemáticamente cualquier información proveniente del exterior, especialmente si procedía de los EE.UU. Sin embargo, el consumo de la marihuana pasó esa barrera, aceptada exclusivamente por la juventud que, con la rebeldía innata de quien atraviesa por la espinosa fase de la adolescencia, buscaba en ella su propia identidad. Ahora lo veo como algo irracional pero que en aquel período se manifestaba como conveniente.
En mi caso, era un portal que me volvía disímil al resto de la sociedad. Recuerdo que llevaba una tupida melena con largos rizos que me cubrían gran parte del pecho y la espalda y me vestía con ropas muy coloridas: pantalones con anchas rayas verticales y camisetas que, al desconocer el batik, ornamentaba con manchas al azar que conseguía aplicando lejía a la tela; adornaba mi cuello con coloreados collares y dijes diversos; “Un bicho raro” paseándose en un mundo convencional con gente que me señalaba sin entender mi excéntrico afán de ser diferente. Me agradaba la extrañeza y el desconcierto que provocaba en los que me observaban, pero si escuchaba un comentario en el que se me tildaba de “marica” por vestir de esa manera, sacaba a relucir mis dotes de buen peleador callejero.
Al comienzo, la aparición de alienados como yo eran casos muy aislados mas en poco tiempo ya teníamos grupos de congregación y cada vez éramos más y más “extraterrestres” vistiendo ropas de colores estridentes y fumando marihuana.
Estudié teoría musical y ejecución de guitarra en un instituto pues debía prepararme para postular al conservatorio, aunque para llegar a él tenía que tocar música clásica, algo que me desanimó; mi cabeza estaba atiborrada de ruidos que comulgaban más con la propuesta del bullente rock & roll. Fue por entonces que conocí a otro joven solitario que, en virtud de respetar su identidad, llamaré “Juanca”. Él no poseía estudios musicales, pero sí un oído prodigioso. Teníamos un amigo en común que me había hablado de él y sentí deseos de conocerlo. Fui a buscarlo, conversamos muy poco, fumamos varios “porros”- marihuana- y nos dimos a la tarea de improvisar; él tocaba las notas graves y yo, dando lo mejor de mí, inventaba sobre la marcha, riffs y punteos que él seguía como si hubiéramos tocado juntos toda una vida; ese día emprendimos lo que sería un gran romance musical que duraría poco más de treinta y cinco años. Jamás volví a tocar con otro bajista que no fuera Juanca.
Aún tengo vívidas las imágenes de aquellas noches de fin de semana en que cada vez concurríamos más chicos de cabellos largos y niñas igual de rebeldes, a reunirnos en casa de Juanca, algunos recorriendo decenas de kilómetros para, en absoluta obscuridad, drogarnos, beber licor y componer interminables improvisaciones instrumentales que concebíamos con nuestras guitarras acústicas. Juanca era huérfano de padre y madre y eso nos permitía “fumar” para estimularnos y deleitarnos de nuestra música experimental, disfrutando hasta el hartazgo y en completa libertad o libertinaje, de nuestra compañía, permanente cofradía de “drogos” amantes de la música y la vida disipada. Unos a otros nos llamábamos con el mote de “loco”, título nobiliario que ostentábamos con orgullo pues ello dejaba ver que éramos diferentes al resto del mundo.
omejiaarteycultura.art/2013/10/29/como-se-gesta-un-demente-novela-auto
LOS GUARDIANES DEL LLANTO
Somos "La Esperanza Desesperada”, no existe en nuestra memoria el estigma de la resignación. Alguien escribirá que anduvimos hacia un norte equivocado, pero nadie osará decir que pusimos brazo sobre brazo y nos confiamos a esperar la llegada de la Señora de la túnica, la que con su pestilente aliento se lleva amores, alegrías, nombres ilustres y recuerdos de buenos momentos ¡¡Nooooo!! Rasgaremos el vientre de la tierra y repartiremos dentelladas amenazadoras al viento… Mas cuando llegue el momento de volcarnos al foso, nuestra mirada estará quieta, serena y fija ante las cuencas vacías de esa enigmática y fúnebre presencia porque tanto tú, todo este puñado de locos y yo… ¡Somos "La Esperanza Desesperada"!