Una situación peliaguda: alguien está enamorado de uno, pero uno no le corresponde. En un caso así, la cortesía obliga a proceder con delicadeza.
Pongamos que usted es un hombre. En la fiesta de cumpleaños de una vieja amiga suya, hacia la una de la madrugada, conoce a una mujer. Ya está comprometido, pero la mujer lo ignora, y usted tampoco se apresura a revelarle que sale con alguien que esa noche se ha quedado en casa por culpa de un ligero resfriado. Tiene dos motivos para ocultarle esta información: por un lado, no hacerlo sería tomado como una ofensa. Una breve mención a la persona con la que comparte su vida sería una manera tosca de dar a entender a la mujer de esa noche que se ha percatado de su interés por usted. Por otro lado, oculta su relación porque el encuentro no está desprovisto de cierta tensión incipiente que a usted, por lo menos durante las horas que dura una fiesta, le apetece saborear.
Habla del trabajo, de sus dificultades de relación con el jefe, de viajes pasados y futuros (¡Roma, Finlandia en otoño!), de si cocinar es divertido o más bien irritante, y tras la tercera copa de vino, que les ha soltado la lengua a ambos, usted y la mujer de esa noche están de un humor divertido-jovial. Observan y critican a los demás invitados. Intercambian comentarios despectivos sobre una mujer de edad madura que se muestra extraordinariamente animada.
Criticar permite medir el grado de familiaridad. El que critica expresa abiertamente sus pensamientos más bajos, y espera de ellos que sean apreciados. Esa noche, efectivamente, son apreciados: usted y la mujer se ríen juntos. De pronto se ha hecho muy tarde, en algún lugar cae al suelo una botella de cerveza, cuatro mujeres achispadas bailan exaltadas al son de una canción hortera de los ochenta. Usted se mantiene apartado del tumulto, en un rincón solitario, y casi se produce un impensado contacto con su interlocutora, la insinuación de un beso. ¡Hora de marcharse! Tras la cuarta copa de vino, que alberga en su seno el peligro de un encuentro incontrolable, abandona precipitadamente la fiesta. Con el pretexto de tener un montón de trabajo a la mañana siguiente, se despide de su nueva amistad con un discreto abrazo mientras acuerdan encontrarse pronto para tomar un café.
Algo resultaba molesto. ¿Quizá su risa demasiado escandalosa? ¿O aquellos agresivos zapatos de punta que sugerían falta de clase? Al fin y al cabo, son siempre estas nimiedades las que acaban decidiendo en cuestión de amores. Aunque quizá se trataba sencillamente del temor mezquino a las complicaciones que traen consigo las aventuras amorosas, a la confesión que, tarde o temprano, no habría podido evitar: efectivamente, usted ya está con alguien, aunque, bueno, ¡faltaría más!, tampoco tiene nada contra un romance sin compromiso. Ah, pero habría que hablar. No le gusta hablar de una relación antes de que empiece. Después de todo, seguramente los zapatos no han tenido nada que ver.
Dos días más tarde, naturalmente, llega su SMS: «¿Un café? ¿Hoy? ¿O mejor mañana?». Redactado con intencionado buen humor. ¿Qué hacer? Nada, será lo mejor. No reaccionar. Aunque… no responder justo después de la fiesta… no puede ser. Mejor: ganar algo de tiempo. Así que responde: «Encantado, pero ahora demasiado ocupado. Escribo próxima semana. ¡Besos!».
Al cabo de una semana, no escribe nada de nada. Un modo ejemplar de cortar el contacto. Ahora, la rechazada tiene una mala opinión de usted. Ya contaba con ello, pues aquel que pretende rechazar a la enamorada con delicadeza debe dar cuanto antes la impresión de ser una persona de poco fiar, y sobre todo de ser una persona enormemente difícil. Difícil, no malvada, naturalmente… ¿Quién sabe si la enamorada volverá a encontrarse alguna vez con usted? ¿O si, mediante calumnias, intentará dañar su reputación?
Rechazar consideradamente a las mujeres enamoradas jamás debe perjudicar al rechazador. Se trata más bien de conseguir con maestría que las enamoradas crean que son ellas las que han perdido el interés por uno. Tratar a las mujeres enamoradas con delicadeza significa hacer brotar en ellas el autoengaño.
Por otro lado, resulta particularmente enojoso el caso en que, por culpa de una lacónica retirada, a uno se le atribuye cierta aura de misterio; el caso en que las mujeres, debido al presunto carácter complicado de uno, se sienten atraídas por él y lo quieren curar, motivo por el cual escriben un segundo e incluso un tercer SMS de no menos excelente humor. En este caso, lo único que da resultado es un obstinado silencio.
Sin embargo, como es de suponer, en esa fiesta no todo el mundo es tan prudente como usted. La mayoría, tras la cuarta copa de vino, hace lo posible por abandonarse al viejo juego de los cuerpos. Entonces, a lo sumo unos pocos días tras el primer encuentro, en algún dormitorio sonará de fondo una música suave. Y a la mañana siguiente alguien se sentará a la mesa de la cocina, mirará por la ventana, removerá su taza y fingirá estar de un humor excelente. Y presentirá que, tras una tórrida noche de amor, volverá a ser objeto del deseo. En estos casos, resulta muy socorrida la argumentación, tan manida, de que no se está preparado, que la última relación ha sido tormentosa y traumática, que sencillamente todavía no se ha superado, no se ha recobrado el equilibrio, y que las heridas del alma, aún sin cicatrizar, impiden brotar al nuevo amor, por otro lado tan maravilloso. En ese momento, hay que poner ojos tristes y encogerse de hombros. También se puede mostrar cierto desconcierto. Al menos a algunas enamoradas, eso las desalienta. A otras no.
Existen las enamoradas pertinaces. Las enamoradas pertinaces inquieren el verdadero motivo de la falta de amor; las enamoradas pertinaces, las muy infelices, presienten que uno miente. Pero ¿y si es el aspecto externo lo que no nos es del todo satisfactorio? Resulta impensable responder que la culpa es de la edad, del exceso de kilos, de la piel desagradable de la mujer enamorada. En un caso así, hay que responder siempre con evasivas, mostrando un enorme desconcierto, alegando que cuesta expresar en palabras las cuestiones de amor. Lo que, bien mirado, es completamente falso, pero constituye una afirmación cuya plausibilidad goza del asentimiento general.
El arte de no decir la verdad. Adam Soboczymski