Ahora, a la claridad de las llamas, yo podía distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiera contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable.
Por fortuna para mi susceptible corazón, el único sentimiento que expresaban vacilaba entre el desprecio y una especie de desesperación que no era natural descubrir en tales ojos.
Los botes estaban casi fuera de su alcance, hice ademán de ayudarla y se volvió hacia mí como un avaro se hubiera vuelto hacia alguien que hubiera intentado ayudarle a contar su dinero:
—No necesito su ayuda —saltó—, los puedo coger sola.
—Usted perdone —me apresuré a contestar.
—¿Está usted invitado al té? —preguntó, atándose un delantal sobre su pulcro vestido negro y sosteniendo una cucharada de hojas sobre la tetera.
—Tendré mucho gusto en tomar una taza —contesté.
—¿Está usted invitado? —repitió.
—No —dije, medio sonriendo—, usted es la persona más apropiada para invitarme.
Volvió a echar el té, cuchara y todo, en la lata, y volvió a ocupar su silla favorita, con el ceño fruncido y su labio inferior prominente como el de un niño a punto de llorar.
Entretanto, el joven se había echado encima una chaqueta muy ajada e, irguiéndose ante la lumbre, me miró de reojo de la misma manera que si hubiera habido entre nosotros alguna mortal querella que vengar. Empecé a dudar si sería un criado o no. Su vestimenta y su habla eran zafias y del todo privadas de esa superioridad evidente en el señor y la señora Heathcliff; sus abundantes rizos castaños eran bastos y descuidados, sus patillas se extendían hirsutas por su rostro y sus manos estaban curtidas como las de un vulgar labrador. Su aire, sin embargo, era desenvuelto, casi altanero, y no mostraba ninguna asiduidad doméstica para ayudar a la señora de la casa. A falta de pruebas claras de su condición, me pareció lo mejor abstenerme de reparar en su curiosa conducta, y a los cinco minutos la llegada de Heathcliff me alivió, hasta cierto punto, de mi incómoda situación.
—Ya ve usted, he venido según le prometí —exclamé fingiéndome alegre—, y me temo que el tiempo me detenga media hora, si usted puede darme cobijo este rato.
—¿Media hora? —dijo, sacudiendo de su ropa los blancos copos—. Me extraña que haya escogido lo más fuerte de una nevada para andar por ahí. ¿No sabe usted que corre el peligro de perderse por estas tierras pantanosas? Personas familiarizadas con estos páramos pierden a menudo la pista en noches como ésta, y le puedo asegurar que no hay posibilidad de cambio de momento.