Las leyes contra las drogas se justifican típicamente como “leyes para la protección de la salud pública”. De forma que el sentido común juzga que, promulgando y aplicando tales leyes, los gobiernos ejercen una función paternal de proteger a los ciudadanos de peligros contra la salud, como harían concibiendo y aplicando leyes sobre la eliminación de aguas residuales, vacunación de escolares o contaminación atmosférica causada por vehículos o industria.
Contemplada desde esta perspectiva, la prohibición de las drogas parece benigna, incluso beneficiosa. Ese punto de vista ha enraizado tan firmemente en la opinión pública que este concepto es aceptado universalmente como una actividad legítima, e incluso una solemne responsabilidad por parte tanto de los gobiernos capitalistas como de los socialistas (Szasz 1974; Szasz 1992). En los Estados Unidos solo el partido libertario se ha opuesto firmemente a la prohibición de las drogas, por considerarla un abuso de poder del gobierno. En algunos países, la violación de estas leyes se llama eufemísticamente “delito contra la salud pública”. No obstante, observado desapasionadamente y desde una perspectiva estrictamente científica, esta justificación en la salud pública simplemente no se sostiene, y colocando ciertas drogas fuera de los procesos de control de calidad farmacéuticos, los gobiernos están traicionando a su responsabilidad de proteger el bienestar público. Aunque algunos consumidores potenciales son disuadidos por las leyes que prohíben las drogas de su elección, muchos - quizá la mayoría - no son disuadidos. Durante el experimento que fue la prohibición federal del alcohol en Estados Unidos, en el periodo 1920-1933, parte de los antiguos bebedores aceptaron abandonar el alcohol y obedecieron la ley, mientras otros muchos - como mínimo la mitad - continuaron consumiéndolo a pesar de todo.
Vale la pena subrayar que el “uso” del alcohol, como ocurre hoy con el uso de ciertas drogas penalizadas, continuó siendo legal en algunos casos excepcionales: el vino sacramental, por ejemplo, se podía elaborar y dispensar; también los médicos descubrieron de repente que el alcohol era una panacea, y comenzaron a recetarlo generosamente. Aunque es imposible establecer cifras exactas sobre el uso actual de drogas ilegales, o la eficacia de las leyes prohibicionistas (Barnes 1988c), no hay duda que muchos usuarios, entre 20 y 40 millones sólo en Estados Unidos, es decir: entre un 10 y un 20 % de la población adulta (Goldstein y Kalant 1990; Nadelmann 1989), no son disuadidos por las leyes, de modo que las usan ilegalmente. Durante la época de la prohibición del alcohol muchos bebedores habituales sufrieron intoxicaciones accidentales causadas por metanol y otros disolventes; venenos que nunca habrían usado si se hubieran hecho los pertinentes controles para determinar la pureza del alcohol y su concentración. Este tipo de envenenamiento desapareció cuando el uso lúdico del alcohol y su venta a tal fin volvieron a ser legales.
Del mismo modo mueren cada año prematuramente unas 3.500 personas en los Estados Unidos debido al uso de drogas ilegales, tratándose en muchos casos de las llamadas muertes por sobredosis de drogas inyectables, principalmente opiáceos (Goldstein y Kalant 1990). Aunque estas muertes sean presentadas como “sobredosis de heroína”, la gran mayoría se debe a los adulterantes y contaminantes presentes en estos preparados (Chein et al. 1964; Escohotado 1989 a). Después de todo, las muestras típicas suelen tener un bajo porcentaje de heroína o algún otro sucedáneo sintético. Además contienen polvo, ácaros y otros minúsculos artrópodos, esporas, virus y bacterias que pueden causar infecciones y muertes súbitas por shock anafiláctico o por la toxicidad de alguno de los adulterantes. Hay que destacar que la inyección o incluso la autoadministración de dosis conocidas y estériles de opiáceos de calidad farmacéutica es un procedimiento común y seguro.
Pharmacotheon. Jonathan Ott