1 de julio de 1934.
El señor Baroja está agotado. El largo y tortuoso viaje que lo retiene brevemente en la ciudad de las Burgas, la asfixiante jornada de sol veraniego entre solícitos cicerones y monumentos… han contribuido a un estado físico tal que apenas le permite moverse de su silla; tan sólo lo suficiente para apurar los últimos apuntes del visitante. Quedan ya pocos clientes en el café del Hotel Roma. Las cristaleras dejan entrever la imagen oscura de una ciudad que se recoge, y un camarero, inclinado sobre la mesa del distinguido huésped, va retirando los restos de la tardía cena, indicándole sutilmente que se aproxima la hora de cierre. Mientras lo hace, logra advertir las palabras en mayúscula que don Pío está casi garabateando en su cuaderno: ATENTADO, JÓVENES.
–¿También se ha enterado? –inquirió cotilla el camarero–. –¿Enterarme? ¿Enterarme de qué? –repuso sorprendido el escritor–. –De lo de esta noche en la estación del Puente –. La sala ya estaba vacía. Sólo las sombras acudían. –Ah, sí. El atentado… –reparó Baroja–, he leído los titulares y la gente no paraba de hablar de ello–. –Por suerte no ha habido muertos –relataba el camarero–, pero uno de ellos está grave. El pobre… Vive en esta misma calle, ¿sabe?–. Don Pío, exhausto, hizo un ligero aspaviento. Presentía que el camarero no le dejaría marchar sin contarle su versión de lo sucedido, aunque ciertamente le interesaba, así que prestó resignada atención a lo que tenía que decirle.
–Esos muchachos son de las Juventudes Católicas. Estos días andaba ajetreada la ciudad porque de toda Galicia venían los mozos a una asamblea regional, y con los tiempos que corren ya se sabe… algunos elementos no pueden ver a la CEDA, y mucho menos a la Iglesia.
–¿Insinúa usted que les han disparado los de izquierdas?
–Casi seguro. Ya circulaban amenazas públicamente y, además, la Guardia Civil ha detenido a un tal Villar, que es conocido comunista. Después de medianoche, unos trece o catorce chavales, que habían acudido a la Hora Santa en la iglesia de Santa Eufemia, hacían velada en la carretera de Santiago, muy cerca de la parte trasera de la estación, cuando, de repente, silbaron las balas sobre sus cabezas, hiriendo de gravedad a tres de ellos. El grupo se dispersó, pero dos lograron reponerse rápidamente y trataron de dirigirse al lugar de donde parecían proceder los disparos, al otro lado del muro que rodea la estación, siendo detenidos en su acción por el guardián de la cancilla, que impedía el acceso. Como creyeron ver que alguien escapaba a través de las vías, pidieron auxilio en el puesto de la Benemérita del Puente, que detuvo al tal Villar en su casa esa misma noche por ser elemento de desconfianza.
–Entonces podría haber más implicados. ¿Cómo se explica sino la actitud del guardián?
–No se podría explicar a no ser que estuviera confabulado en el asunto. ¿A cuento de qué iba a cerrarles el paso? ¿Miedo? ¿Sentido del deber? Uno no actúa tan celosamente en un momento así y menos aun cuando se trata de perseguir al criminal. En cualquier caso, al tal Villar le han intervenido una pistola, para cuyo uso tenía licencia por razón del cargo, y cuatro cajas de proyectiles, del mismo calibre que los hallados por la Guardia Civil, faltando cinco de una de ellas, es decir, el mismo número de casquillos dispersos por la escena del crimen. También se ha comprobado que la pistola fue disparada, aunque no se sabe cuándo, y que Villar estuvo en la estación sobre la misma hora en que ocurrieron los hechos. ¿A usted qué le parece?
–Me parece que usted está muy bien informado. En cuanto a mí, no sé qué quiere que le diga… Todo parece indicar que ese tío intentaba darles pasaporte a esos muchachos. Pero, no me sorprende. Sea en Madrid, sea en Orense, ya unos se vuelven contra otros sin mediar palabra ni motivo. No se enfrentan entre ellos, sino contra sí mismos. Es la gran batalla de nuestro tiempo. La batalla por las ideas. La interpretación que cada cual hace de ellas les hace ver gigantes, en vez de molinos, contra los que hay que arremeter salvajemente.
–Ya me dirá usted qué tipo de gigantes son unos jóvenes que acompañaban a un amigo a casa y que, simplemente, se pusieron a tocar música al pie de la carretera con el objetivo, al parecer, de ganarse el favor de una chavala.
–Incluso el que ama tiene que guardarse de los celos del que odia.
–¡Pero no por ello debe dejar de respirar! Ahí tiene a los tres heridos, que bien pudieron dejarse el pellejo por el simple delito de ser felices. ¡Mire a Pepe Miranda! Con una bala en la frente, de lado a lado. El doctor Ascarza ha tenido que operarle de urgencia. ¿Y cómo saldrá? Pobre Pepe… Lo lamento mucho por él, en la flor de la vida, y por su familia. Como ya le dije, viven en esta misma calle. Familia de señoritos, ¿sabe usted? Mis padres trabajaban para los suyos en el pazo de Parada. Bugallalistas de toda la vida. Antonio, el hermano mayor, es de las JAP, y supongo que Pepe no tardaría en seguir sus pasos.
–Pepe… Pobre Pepe. La fe será su perdición. Y la mía la falta de sueño si sigo charlando con usted.
–Discúlpeme, señor. No pretendía entretenerle con mis historias. Pero es que no todos los días se topa uno con un novelista de categoría. Le dejo, pues. Que tenga usted muy buenas noches.
Una vez hubo de abandonar aquellas salas, tras subir no sin esfuerzo la majestuosa escalera del gran hotel, el señor Baroja se plantó en su habitación y, con la esquiva imagen del suceso en la cabeza, se desplomó sobre la cama. Cuando la aurora le tocó con sus dedos rosáceos, el vasco se aprestó a partir. Un coche le esperaba frente al hotel para llevarlo a la estación de ferrocarril. Al paso del Mercedes, la ciudad decía adiós al ilustre visitante. Así, cruzaron por el puente viejo, subieron por las Caldas y, finalmente, se detuvieron en la estación, donde todo transcurría con normalidad. Desde la loma de su particular Janículo, Don Pío contempló aquel bucólico paisaje por última vez. Lo que dejaba atrás ya no era una Arcadia aislada y feliz, sino un lugar mancillado por la bestia de las ideas. De esas que no creen en la grandeza de espíritu, sino tan sólo en el dictado de las pasiones. –Pobre España –se lamentaba–, las ideas serán su perdición.
[En cuanto a los hechos reales de este relato ficticio, en el que aprovecho la breve estancia de Pío Baroja en Ourense entre el 1 y el 2 de julio de 1934 para exponerlos en forma de diálogo, mi tío abuelo José Miranda Cabo murió, finalmente, en octubre del mismo año a consecuencia de la herida en la cabeza. La noticia, según la prensa local de la época, causó gran consternación en la sociedad ourensana, siendo despedido el cadáver en Parada de Amoeiro en loor de multitudes, entre las que destaca una nutrida representación de las Juventudes Católicas y las Juventudes de Acción Popular (JAP) ourensanas, así como la presencia del diputado en Cortes Antonio Taboada Tundidor. El asesinato del joven Miranda, que contaba 17 años en el momento de su desaparición, fue considerado el primero de calado en la ciudad durante los convulsos años de la Segunda República. En cuanto a su ejecutor, José Villar Lafuente, se sabe que era natural de As Neves (Pontevedra), de profesión recaudador auxiliar (funcionario municipal), militante del Partido Comunista de España (PCE) y vecino de Ponte Canedo en el momento de los hechos, cuando contaba 31 años. Por el atentado de la estación fue detenido y sometido a sumario, aunque parece ser que, una vez iniciada la Guerra Civil (1936-1939), huyó al monte hasta ser tiroteado y muerto por las fuerzas del Regimiento de Infantería nº 88 en las inmediaciones de As Curuxeiras (Seixalbo, Ourense) en mayo de 1941, cuando contaba 38 años. Fue juzgado en Ourense por rebelión militar con el resultado de declaración en rebeldía (ya que estaba muerto para el momento de la comparecencia)].