Los que tenemos ya cierta edad recordamos que Franco era caudillo de España por la gracia de dios. Lo comprobábamos todos los días en las inscripciones de las monedas de las antiguas pesetas. Era un privilegio concedido por la iglesia católica por ganar la cruzada contra los rojos ateos de la segunda república. Y bien devuelto por Franco a la iglesia en forma de privilegios que aún ahora persisten.
Juan Carlos Borbón, a su vez, llegó a rey por la gracia de Franco. Por la propiedad transitiva, deducimos que ocupó también ese puesto por derecho divino. Y esta es la única justificación para que, en una democracia parlamentaria del siglo XXI, una persona ocupe la jefatura del estado con una protección en el texto constitucional calificada de inviolabilidad, pero que en la práctica se revela equivalente a la impunidad total por los actos propios de su cargo y también por toda clase de delitos cometidos, si los hubiere.
Esa impunidad total es incomprensible en una democracia en la que los poderes del estado emanan supuestamente del pueblo soberano. Una persona que se sitúa más allá de toda responsabilidad jurídica es precisamente un concepto antagónico al de democracia y al de igualdad entre los ciudadanos de un país.
Pero la explicación de esta impunidad es sencilla. Proviene directamente de la impunidad del dictador fascista Franco, conseguida por la fuerza de las armas tras arrasar España con una cruenta guerra para derrocar un régimen republicano legítimo. Fue Franco quien designó a Juan Carlos, en una decisión antidemocrática por excelencia, como su sucesor en la jefatura del estado. Y el pueblo español no ha tenido nunca la oportunidad de revocar esa decisión. Juan Carlos siguió siendo rey tras ser aprobada la constitución de 1978, y lo habría seguido siendo si no se hubiera aprobado.
Todo estaba pues atado y bien atado. Solamente una sucesión de escándalos que rompiera la supuesta ejemplaridad de la monarquía podía conseguir desbancar a Juan Carlos de la jefatura del estado, y eso fue lo que ocurrió precisamente a pesar del escudo mediático levantado alrededor de la familia real durante muchos años. En una democracia realmente consolidada, la institución monárquica habría sido puesta en cuestión y sometida a la voluntad del pueblo mediante un referendo, pero en nuestro caso se improvisó rápidamente la abdicación del ya controvertido rey y se proclamó como nuevo rey a su hijo. Algunos piensan que con ello se acababan todas las dudas sobre la idoneidad de la monarquía. El nuevo rey aparecía libre de todas las cargas del padre e inauguraba una nueva etapa de ejemplaridad que justificaba de nuevo la inviolabilidad que le otorga la carta magna.
Pero el único mérito para designar al nuevo rey es su condición de hijo del anterior. Cualquier otra cualidad que se pudiera aducir para ocupar ese cargo, si es que realmente hay alguna, es innecesaria e irrelevante. Y aplicando de nuevo la ley de la transitividad, el monarca actual ocupa su puesto por una decisión de Franco. No ha habido ningún momento de la historia en el que el pueblo supuestamente soberano haya podido decidir lo contrario. Algo huele a podrido, y no es en Dinamarca.
Salud