A mediados del siglo XXI los coches que se conducen solos serán asequibles para las clases populares. El señor Fittipaldi, un padre que pilotaba -decía el pobre- su viejo auto, es introducido de malos modos por su familia en el hueco de la espaciosa cabina del nuevo vehículo autónomo. A trompicones tantea con creciente desazón el amplio y desolado interior mientras busca un volante o una palanca de cambios donde asirse. Al final de la infructuosa exploración, y tras descubrir que los asientos están en sentido inverso a la marcha, quedará adherido al cristal de la ventana, paralizado con los ojos fijos en el exterior, gritando en silencio, congelado en una mueca de angustia.
Ya entonces el coste del seguro que permitiría conducir un coche al señor Fittipaldi será prohibitivo para una familia pobreburguesa. Las computadoras de las compañías de seguros han descubierto a base de la sangre, el sudor, las lágrimas y otros muchos restos de humanos que los hombres con sus escasos sensores y sus emotivos y erráticos cerebros de gelatina provocaban infinitos más accidentes que las computadoras de chips de grafeno que manejan ahora a los coches. Sólo las clases opulentas pueden costear los carisimos seguros que cubren los aparatosos accidentes provocados por la labilidad humana.
Sin embargo en raras ocasiones vemos a un rico conduciendo por una carretera. Cuando tal cosa sucede siempre lo encontramos seguido de cerca por un nervioso dron de emergencias que marca su posición con frenéticas luces parpadeantes. Porque no tiene mucho sentido conducir ceñido a una dirección y a las estrecheces de una vía con un vehículo que se arrastra horadando el smog de las megalópolis cuando con tu autogiro puedes sobrevolar un fiordo noruego, o mejor, cuando puedes pasarte el día pescando pulpos y haciendo el amor en un barquito en las islas Seychelles.
No mucho más tarde las computadoras convencerán a las burócratas del Partido Ecofeminista, el único partido político existente en el futuro, de que prohíban la conducción por humanos en las vías públicas. De ese modo se acabarán prácticamente los accidentes de tráfico. Subir a un automóvil será más parecido a viajar en tren pero dentro de un espacio más personalizado, de modo que con el tiempo montar en el coche es como pasar de una habitación de la casa a otra no muy distinta del resto del hogar, si bien más pequeña y adaptada a los requisitos del viaje.
El coche se transformará en una "habitación móvil" donde el pasaje quedará desvinculado de la experiencia de la conducción y hasta de la del mismo viaje, porque en ese habitáculo rodante, que se desplazará con parsimonia pero inexorablemente siguiendo su ruta, continuaremos con las labores habituales que llevamos a cabo dentro del hogar. Aun así los nostálgicos de la conducción de carros encontrarán donde practicar este antiguo deporte en sitios como los "coches de choque" de las ferias o en circuitos de clubs de Scalextric.
En el viaje cotidiano dentro del coche autónomo el señor Fittipaldi lleva encima su cóctel de benzodiazepinas y unas "Gafas Glass" con las que dormitar viendo alguna vieja película. Los demás pasajeros también permanecen ajenos al recorrido habitual, indiferentes a la meteorología, a los cadáveres esparcidos de la masa depauperada y a otros aburridos acontecimientos hábilmente sorteados por el vehículo, mientras suben a la red fotos del muffin recién extraído de la neverita y juegan al GTA XXI, hasta que todos llegan sanos y salvos a su destino.