1984 era un año que venía con muy mala fama, y fue en efecto un año inquietante. Una noche la televisión pública puso, en el canal de mayor audiencia de los dos únicos canales que existían y a la hora en la que millones de españoles cenaban frente al televisor, un documental de ciencia, historia del cosmos y un montón de cosas más que era muy crítico con arraigadas creencias. El mismo año, en esa televisión, una troupe de izquierdistas creo un espacio para niños, con muñecos cutres, donde los malos eran los duendes y los capitalistas ¿Qué falló? ¿Que hacia José Luis Moreno?
La televisión que había servido de medio de propaganda para un régimen conservador y brujeril empezó a radiar divulgación científica y a maltratar al capitalismo y a la religión. Esta anomalía ochentera es sorprendente porque ahora reconocemos que la idea de que el Estado utilice la televisión pública con el fin de formar la identidad nacional o algún tipo de ideología o espíritu de ciudadanía es una aspiración demasiado fascista para nuestra sensibilidad liberal, y cosa cada vez más difícil.
España tuvo un imperio que logró mantener bastante bien su cosmovisión en las cabezas de sus súbditos en un periodo muy complicado entre el siglo XVI y el XVII, cuando la imprenta estaba ya distribuyendo biblias a toda máquina, el poder de la burguesía crecía y la nueva herejía del protestantismo azotaba Europa. El renacimiento no era ya el tiempo tranquilo de antaño, donde los movimientos heréticos se podían resolver mediante una buena matanza.
Mantener a un dios y la idea del imperio durante ese siglo y en adelante fue posible gracias a ingentes cantidades de oro, mucha mano dura con la heterodoxia y los libros y una extensa, cohesionada y bien cuidada red de clérigos, ineludible cuando había que señalar al que debía ser corregido, pero aun más necesaria a la hora de modelar las mentalidades mediante la educación y la persuasión en las escuelas, las iglesias y los confesionarios. Pero la convulsa política que vivían las naciones europeas, el auge del capitalismo y la imprenta, que escupía cada vez más libros, fue carcomiendo y estropeando todo el sistema. Incapaz de seguir oscureciendo, el imperio sucumbió ante el ancho mundo de ideas y situaciones que abrían los mercados y las nuevas tecnologías.
Tiempo después el Reich de los mil años puso de su parte una nueva tecnología que a la gente le resulta más cómoda que las letras y para los nazis era, en ese momento, mucho más controlable que los libros. A mediados de los años treinta los nazis se habían hecho con las emisoras de radio de Alemania e incentivaron la fabricación de un receptor asequible a las clases populares. En este sentido los nazis crearon a su público volcando a mansalva sobre el pueblo alemán aparatos de radio baratos que prácticamente sólo podían sintonizar sus emisoras.
Se cuenta que durante un mitin de Hitler uno podía pasear por el centro de Berlin sin radio o smartphone y no perder el hilo del discurso, porque la voz del führer salía por la ventana de cada casa. Esa ventana que los políticos pudieron aprovechar durante todo el siglo XX para experimentar con totalitarismos o darle un nuevo impulso al nacionalismo, primero con la radio y después con la televisión, se va cerrando en el siglo XXI y ahora volvemos a una situación similar a la que atravesó el imperio español. En ese momento la estrategia del sistema frente a las nuevas ideas y tecnologías fue oscurecerlas, el precio a largo plazo fue el atraso y la desintegración del imperio.
Hoy el Estado ya no tiene la capacidad de poner una reducida y selecta información en todos los cerebros de un país, ni la seguridad de que estos cerebros sólo van a operar con esas ideas porque no tienen otras. Ahora tenemos mucha y muy diversa información y a la vez existe un régimen en el que compiten varias ideologías. En estas circunstancias los partidos en el gobierno pocas veces se ponen de acuerdo en cómo utilizar la televisión como medio para ilustrar al pueblo, sin embargo si que suelen coincidir en como usarla para atontarlo.
Pero esto no obedece a una conspiración, los reptilianos que gobiernan no deciden qué contenido van a introducir en la televisión con el fin de entontecer a la gente, más bien deciden, según ocurren las cosas, lo que no pueden poner, para no exponer su ideología y no perder votos. De este modo recortando sus ideas acaban dejando un gran espacio que es rellenado por las producciones sin ideas, y generalmente por el mercado, en el que todos coinciden y al que están vinculados, y que a su vez crece y les enriquece con las producciones más trogloditas. Sin embargo esta forma de hacer las cosas acaba funcionando al menos a cierto plazo, porque si antes para preservarse el imperio oscurecía reprimiendo y censurando, hoy el sistema resiste gracias a la basura que se genera en los medios. Esta basura es el ruido necesario para atontar, confundir y fragmentar la reacción al sistema.
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