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Pocas cosas hay más clásicas entre colegas de trabajo que esta expresión. Después de un distendido desayuno en el bar donde tomamos el segundo o tercer café del día, alguno de los implicados, nada más llegar a la oficina, siente la imperiosa necesidad de manchar la porcelana. Es ese momento que, por mucho que se repita cada día, semana tras semana, siempre arranca alguna sonrisa a los presentes. Porque, ¿qué sería de un día de trabajo sin ese bendito elixir que nos baja de las nubes y nos permite aterrizar en la Tierra?
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