Hubo un tiempo en el que las infidelidades conyugales casi podían considerarse un deporte de riesgo. Es bien conocido lo mal que encajaban estos asuntos los caballeros medievales y la facilidad con la que podían obtener del rey el permiso para lavar su honra quemando a la esposa infiel en una hoguera. Parecería que, al disiparse las tinieblas de esos siglos oscuros, el modo en que los maridos afrontaban su propia desgracia iba a adecuarse a la tímida apertura que traían consigo los nuevos tiempos, mas no fue así.
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