Gafillas de pasta negra a la moda de los sesenta, barbita de día y medio –pelusilla más bien, al menos cuando no andaba de expedición– y unas entradas incipientes de esas que se tratan de esconder con el flequillo de medio lado. Michael, el benjamín del entonces gobernador de Nueva York y futuro presidente Nelson Rockefeller, tenía la estampa de un niño bien. Lo lógico para el heredero de una de las familias más influyentes de los Estados Unidos. En lo que rompía con su estirpe era en su cuasi obsesión por lo desconocido.
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