Ser un niño terrible siempre ha sido buen negocio. Claro, que hay que medir los riesgos; hace falta tener bien calada a la sociedad para saber cuánto puede uno dilatar la frenada antes de tragarse el muro. Esto, que puede parecer un ejercicio de lo más vulgar, tiene su complejidad y su arte, como todo. No es fácil quedarse en el punto justo de incorrección, en el milímetro escaso de terreno que separa la travesura de la trena.
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