Excelsior

El rojizo resplandor del crepúsculo estaba cediendo ya su lugar a las sombras cuando dos viajeros podrían haber sido observados descendiendo, con gran rapidez, a un paso de seis kilómetros por hora, la arrugada ladera de una montaña, el más joven saltando de grieta en grieta con la agilidad de un ciervo, mientras que su acompañante, cuyos ajados miembros parecían moverse a disgustos en la pesada cota de malla que acostumbraban a usar los turistas en este distrito, se afanaba dolorosamente a su lado.

Como ocurre siempre en semejantes circunstancias, fue el joven caballero el primero en romper el silencio.

-Un hermoso paso, me parece-exclamó.- No íbamos tan rápido en la subida.

-Veloz, por cierto-le hizo eco el otro, con un gruñido-. Y sin embargo subimos a tan solo tres kilómetros por hora.

-Y en la cumbre, que no es subida ni bajada, ¿nuestro paso es de...?- sugirió el más joven, porque era débil en estadísticas y dejaba todos esos agrios detalles para su amarillento compañero.

-Cuatro kilómetros por hora -respondió el otro con inmensa fatiga-. Ni una onza más-añadió con el gusto por la metáfora tan propio de su edad- ni un cuarto de penique menos.

-Eran las tres de la tarde cuando dejamos nuestra posada-dijo el hombre joven, meditabundo-, a duras penas lograremos estar de vuelta a la hora de la cena.¡A lo peor nuestra posadera se niega en redondo a darnos comida!

-Refunfuñará si llegamos tarde-fue la grave respuesta-, a buen seguro solo mereceremos su reprimenda.

-Un hermoso pensamiento- estalló el otro, con una alegre carcajada-. ¡Y si le pedimos que nos indique el camino para una nueva excursión, seguro que su faz se volverá agria!

-Sin embargo, hemos de hacer todo lo posible para obtener nuestros almuerzos- suspiró el caballero mayor, que en su vida había seguido una broma, y estaba algo molesto por la intempestiva veleidad de su compañero-. Serán las nueve aproximadamente- añadió en un susurro- cuando lleguemos a nuestra posada. ¡Cuántos kilómetros debemos haber fatigado hoy!

-¿Cuántos?¿Cuántos? -gritó el joven, siempre sediento de saber.

El anciano permaneció en silencio.

Dime- contestó por fin, después de pensárselo-,¿qué hora era cuando estábamos juntos en aquella cima? No hace falta que seas exacto al minuto- añadió rápidamente leyendo una protesta en la cara del joven-. Y tu adivinanza fallará por una asquerosa media hora, ¡como todo lo que pregunto al hijo de tu madre! Después te diré, exacto hasta la última puñalada, cuánto hemos trajinado entre las tres y las nueve.

Un gruñido fue la respuesta del joven, mientras que sus convulsos rasgos y las profundas arrugas que surcaban una detrás de otra su frente varonil, revelaban el abismo de agonía aritmética en que una pregunta hecha al azar lo había hundido.

Lewis Carroll. Matemática Demente