Todo deja sus heridas y sus secuelas. Los acontecimientos pasan por la vida como los ríos por los valles. Algunos dejan un profundo tajo, otros una cuenca de aluvión, otros una fértil cuenca.
Depende del río y del valle. Hay almas blandas en que todo deja huella, y otras de piedra que van intactas a la sepultura. A veces udo si las estatuas que aparecen en las excavaciones no serán en realidad hombres que lo soportaron todo.
Hay valles amplios, estrechos, llanos y empinados. Hay ríos caudalosos, regueros cantarines, torrenteras y Amazonas de la vida.
Pero Esther quería ser pantano. Quería que las cosas se pararan para contemplarlas en quietud.
Pensaba que las horas se llenaban a sí mismas, y atesorando libertad se fue estancando. Su principal ocupación era matar el tiempo, y lo hacía tan bien, que al cabo de poco tiempo huyó de ella el tiempo vivo.
No le faltaba dinero. No le faltaba salud. No le faltaba ni siquiera cariño. Así pudo al fin dedicarse a sus anchas a contemplar la inmovilidad de las ideas, a indagar en el pasado.
Así se hizo arqueóloga de sí misma.
Y los arqueólogos son gente que dice que busca tesoros pero en realidad busca tumbas. Y basureros. Gente que lleva a los museos ánforas rotas sólo porque son viejas, armas que no sirven y pergaminos en que se detalla el litigio entre dos muertos por una casa que ya no existe.
Encontró tanto en su interior que Esther empezó a preocuparse. Quiso saber qué civilización la había habitado y que desastre acabó con ella. Quiso saber si el desastre volvería. Y siguió investigando, con las aguas del tiempo detenidas en una parálisis que ni siquiera era hielo.
Y poco a poco perdió la salud, el dinero y hasta el cariño.
Esther quiso ser pantano.
Lo consiguió y en torno a ella triunfó el paludismo.