Sabíamos que no debimos pedirle a Norma –ahora que estaba muerta– que viniese con nosotros de viaje.
Desde muchos puntos de vista, era una idea idiota. Pero ella tampoco debió empecinarse en morir tan de prisa, antes de que llegara el verano.
Es difícil precisar cuándo pensamos en volver a reunimos todos para un nuevo viaje. Quizá la idea que ahora cuajaba la habíamos engendrado ya en el Perú, hace justo diez años. Nunca pudimos olvidar el clamor del Urubamba, la sombra de la selva, las nubes y la noche, pesando sobre nuestras cabezas.
Entonces, algunos de nosotros no conocíamos la selva, y estábamos mareados por la altura, el verano pegajoso y una sensación bastante extraña de haber perdido toda posibilidad de razonar. Nos había seducido en especial el enterarnos de que Machu Pichu no era realmente la ciudad sagrada de los incas, sino que, de allí mismo, a tres días de lomo de mula, y partiendo de lo alto de las ruinas surgía un estrecho camino de tierra que nos llevaría hacia atrás, hacia otros palacios alejados de verdad de toda civilización. En realidad las ruinas conocidas eran tan sólo una antesala, a la vez que una buena forma de esconder la verdadera morada de sus reyes. Durante siglos los conquistadores, y luego los arqueólogos, detuvieron allí su búsqueda insaciable, deslumhrados por la grandeza de la piedra y pensando que era inconcebible aun suponer algo más suntuoso.
Abandonamos Cuzco por la mañana, en un trencito lleno de indígenas sonrientes y coloridos (gallinas y patos en el portaequipaje), y franceses ansiosos de experiencias ter-cermundistas. Niños algo raquíticos gritaban ofreciendo choclos hervidos con sal, tartas de queso de dudosa higiene, y cápuli –cerezas brillantísimas y lozanas– que fueron finalmente nuestro almuerzo. Coyas rubicundas, bruñidas como diosas de la tierra, colmaban los asientos con sus faldas chillonas y dialogaban, en un murmullo incomprensible para nosotros, con hombres más pequeños que ellas y que realzaban su condición de reinas antiguas. De tanto en tanto, volaba un coscorrón hacia alguno de los múltiples vastagos que se aprovechaban del levísimo coqueteo para sacar la cabeza por la ventanilla del tren, o para escapar de la protección de la madre. Frases en aymará o inglés, o quién sabe en qué idioma de los del norte (rubísimos y lánguidos turistas apoyados en sus mochilas), acompasaban el lento avanzar por la montaña. Norma, que siempre estaba atenta a las palabras, permanecía sin embargo distante, apoyada su frente clara en el cristal sucio de la ventanilla, fuera de la algarabía general. Su cara se repetía en el cristal y nosotros sólo veíamos la extraña expresión de sus ojos marrones y grandes en los que se dibujaría la selva, y que miraban, sin mirar, hacia afuera.
El tren avanzaba lentísimo, marcando un anguloso zigzag en la ladera de la montaña, y la vegetación se hacía más y más tupida en cada repetición del paisaje –más alto, más alto–. El movimiento casi pendular nos hacía sentir como en un monstruoso columpio que terminaría por lanzarnos contra las nubes.
Ajena al paisaje de cumbres enormes y redondas, al olor penetrante del vagón, Norma charlaba con un francés, gesticulando en el intento de establecer un código común: se habían quitado los zapatos, y sus pies se rozaban, apoyados como estaban en el otro asiento. Nos llamaron la atención sus ademanes lentos, tan extraños a su forma cotidiana. Tenía los vaqueros remangados hasta las rodillas, y el francés, entre nubes de humo de cigarrillo, le miraba discretamente las piernas.
Al llegar a Aguas Calientes, dejamos en el andén a un grupo de pálidos nórdicos bastante sucios, que irían a chapotear en las termas. Los indígenas, cargados y pequeños, tomaron el camino de la montaña. Luego de una breve vacilación, también descendió el francés de Norma, que hizo un saludo amistoso con la mano y fue a reunirse con el grupo de turistas del Norte. Norma le respondió con un gesto ausente, mientras preparaba su mochila para bajar en la próxima estación. Continuamos hasta Machu Pichu, en donde nos apeamos minutos después. Caía la tarde.
La estación estaba vacía, y divisamos las ruinas en lo alto de la montaña, como un pequeño dominó de piedra volcado sobre el verde intenso. Las nubes en las que nos veíamos envueltos y la ausencia absoluta de otros seres humanos desataban nuestros sentidos, absortos ante el pasado y la selva. Nos era ignoto el sonido de lo oscuro, y en medio del clamor de la tarde que moría llegamos a reconocer la fuerza del agua del Urubamba. Impactada tal vez por la desmesura del paisaje, o dolida por el descenso del francés, Norma caminaba adelante, en silencio. Se iba desdibujando conforme avanzaba, el paso ligero, la cabeza hacia abajo: era una extraña visión en la bruma, y el ritmo de sus pasos parecía marcar la energía de su pensamiento.
Antes de desplegar nuestras bolsas de dormir sobre los bancos de la estación desierta, decidimos acercarnos al río. Cuando pusimos el pie sobre el puente que lo atravesaba, un sentimiento de veneración casi física nos poseyó. Y olvidamos el cansancio del día, el calor, el pequeño tren que nos llevara hasta allí, olvidamos todo, quizá hasta nuestro propio pasado, tal era la emoción que se hizo dueña de nosotros, tal la frescura del cauce que bramaba bajo nuestros pies.
El fragor del agua nos atraía hacia el fondo, y vimos a Norma, que se había adelantado bastante, gritando algo con las manos ahuecadas en torno a su boca. Gritaba y gritaba, con un gesto de todo el cuerpo lanzado hacia adelante, con un gesto desmesurado, pero el estruendo envolvía sus palabras. La luna llena que aparecía ahora enorme era un brillo estriado sobre la corriente del río, y la boca de Norma era otra pequeña luna, hundida, oscura, en la densidad húmeda. Luego, su cuerpo, su gesto decidido fueron perdiendo contorno en la noche casi total.
Tiempo después, todos coincidimos en que no la habíamos escuchado. Nadie se atrevió a confesárselo a Norma, aunque pasaran los años, aunque ella insistiera en que aquellas fueron las palabras más sinceras que hubo dicho jamás: Norma insistía –siempre tuvo una endemoniada confianza en las palabras–, y todos supimos que no la habíamos tomado en serio, abismados como estábamos por el pasmo de la noche, y oyendo al río sagrado.
Pero ninguno de nosotros olvidó jamás esa noche singular de Norma, y el momento que no supimos compartir gravitó extrañamente, como una culpa indecible, sobre nuestros futuros encuentros, que se irían espaciando conforme avanzara el tiempo.
Sobre esa noche se amontonaron otras, y pasaron los años, y vinieron días de éxitos profesionales, créditos a sola firma, niños y vida cotidiana agradable y libre, que nos permitía ahora volver a encontrarnos y organizar un nuevo viaje al Perú, que, lo reconocimos todos, no era ajeno a nuestro temor a envejecer.
Norma tampoco siguió siendo la misma. Como era de esperar, se dedicó a la literatura. Desde aquel tiempo siempre subyació en ella la sensación de perder lo importante de las cosas, de captar tan sólo las palabras que se dicen, olvidando todo lo demás. Ignorábamos si en su vida privada era feliz, porque guardaba su intimidad, aparentemente plácida, con cierto recelo, pero era evidente que algo escapaba siempre de su mente demasiado lúcida, y a veces, en nuestros raros y cordiales encuentros, recordaba con nostalgia aquel grito en el puente que atraviesa el Urubamba.
Ninguno de nosotros se atrevió a confesarlo. Ninguno de nosotros le dijo jamás que no la habíamos escuchado, nadie le dijo que permitimos que la noche y el agua se llevaran para siempre lo que ella consideraba su palabra más esencial. Y alguna vez hasta supusimos que sus viajes posteriores, urgentes y súbitos, tenían que ver con la búsqueda o recuperación de aquel momento, más que con el modesto deseo de ver catedrales, sentir el vértigo de la altura, o perderse en la enunciación abusiva del arte que expresan los museos de Europa.
Sabíamos que ella se iba muriendo poco a poco. Pero no solíamos pensar en ello. Porque morir, moriríamos todos, y el que alguien pudiera hacer un cálculo más aproximado nos provocaba más curiosidad que espanto, y fuimos olvidando ese plazo oscuro que se estiraba como las fases de la luna, menguando y volviendo a crecer, repitiéndose más allá de las amenazas iniciales, y conscientes de que el tiempo de la vida nunca puede ser medido igual que el que marcan las agujas de un reloj. A pesar de todo, ella insistía en que, si "sucediera lo inevitable" (y Norma se burlaba de lo tópico de la frase), pusiésemos en la tumba las palabras de aquella noche.
Pero, en general, evitábamos pensarlo. Porque a todos nos gustaba Norma. Sobre todo cuando bailaba: tenía un cuerpo denso y vibrante que nos arrebataba en el mareo de la música y el vino. Nos gustaba su intensidad inquieta, la melancolía de sus viajes, y disfrutábamos de su entusiasmo por Cortázar, y de sus dotes evidentes de anfitriona (nos encantaba reunirnos en su casa), y, por qué no decirlo, tambien envidiábamos la calma aparente de sus días contados, el embrujo estético de un final en plena juventud. Ese rostro amable y sonriente que no envejecería nunca jamás.
Norma murió una semana antes de partir. La sorprendió la muerte en un revuelo de maletas, vacunas para la fiebre, ropa de verano y pélente para los mosquitos.
Nosotros habíamos confiado en que llegara a este nuevo viaje, y así volveríamos a oír lo que nos dijo, y por fin podríamos romper el secreto y superar la vergüenza de no haber sabido escucharla. Ahora, en la extraña ambigüedad del primer silencio, nos quedamos también callados, porque a todos nos molestaba mentir (nunca lo habíamos hecho entre nosotros), y preferimos cumplir con un duelo convencional antes que hacer evidente nuestra impotencia.
Nuestros labios sellados fueron el ruego que ella, si es que estaba en alguna parte, sabría comprender. La convocamos, sí, cómo la convocamos, allí, en la extraña ambigüedad del primer silencio, con palabras mudas, con esas palabras que sólo se pueden decir a los que ya no están.
Un sol fuerte caía sobre las piedras del cementerio, un sol tupido de mediodía, que hizo que nos disgregásemos pronto, porque no hay emociones profundas posibles en medio del calor. Nos fuimos alejando y, si alguien nos hubiera visto desde lejos, habría imaginado sin duda que nuestro silencio guardaba un lugar y un tiempo a los recuerdos, pero, en realidad, nosotros pensábamos en todo lo que nos quedaba por hacer: embarcar el equipaje, falsificar la firma del pasaporte, ocupar por ella el lugar en el avión, y llegar de prisa, al caer la noche de verano, en un trencito colorido y zigzagueante, al lugar exacto sobre el río, tras el crepúsculo de verano, a la cita del Urubamba. Al lugar en donde Norma tiene que estar esperándonos.
Del libro "Una mujer en la cama y otros relatos", de Clara Obligado.