Tenía tanto frío que perfectamente podría haberme convertido en un carámbano de hielo gigante y así, prendido de un canalón desgastado por el agua, el hielo y el viento, estaría colgando esperando que el sol de la mañana comenzara a derretirme, gota a gota, haciéndome repiquetear sobre la piedra hasta que dejara definitivamente de ser.
Pero eso no iba a sucederme. En realidad antes de que ocurriera nada alguien se iba a apiadar de mí y me abriría la puerta de la cabaña.
Dentro, tras los cristales empañados por el brutal contraste de temperatura, crepitaba un fuego brioso y acogedor.
La puerta se abrió tras el cuarto aporreo, éste ya insistente y desesperado, y desde el caliente dentro me miraron con ojos golosos.
Me pareció absurdo enfrascarme, mientras de mi nariz goteaba una mezcla de agua helada y mocos que se escurría hasta mis labios, en el juego de las miradas, así que adelantando la cabeza la aparté del quicio de la puerta y me introduje en el fascinante mundo del calor.
Los otros dos se abrazaban, parecíame que melancólicamente, sentados sobre la alfombra a los pies de la chimenea y cuchicheaban no se que bobadas sobre lo mucho que se querían mientras que, de tanto en tanto, atizaban los maderos que, enfadados protestaban crepitando ruidosamente.
Les hubiera pegado con ganas una patada en todo el hígado a esos dos inútiles cabrones y luego les hubiera metido el fuelle por el culo hasta llenarles el intestino de viento y hacerlos volar como globos descontrolados por toda la habitación.
Pero eso tampoco iba a suceder. Ella era la mejor amiga de Silvia y él, a veces su dulce príncipe, otrora su cariñin pequeñin.
Silvia estaba en aquella etapa de hacer cosas con otras personas. Hacer cosas significaba, por ejemplo, alquilar una cabaña en el jodido fin del mundo para pasar un maravilloso fin de semana de enero en la puta nieve.
Deposité la leña en un cesto de mimbre, o algo así, y me fui para el cuarto a quitarme las veintitrés prendas de abrigo que cubrían inútilmente mi cuerpo.
Silvia me siguió con ese andar como a saltitos que practica cuando está contenta y mimosa y abrazándome por la espalda me susurró al oído: “Hoy te la voy a comer como nunca te la ha comido nadie”, mientras yo intentaba desprenderme de la ropa, medio simulando todavía un fastidio que tras aquella tramposa frase había ya dejado de existir.
Quise sentirme mal conmigo mismo por ser tan fácil, tan evidente, tan banalmente transparente, pero ya no podía porque con la lengua me estaba lamiendo la oreja mientras que con sus dedos rozaba la bragueta de mi pantalón. Y ya no me salía el sentirme mal, ni enfadado, ni siquiera levemente molesto porque el fin de semana con aquellos dos capullos en el puto fin del mundo lleno de jodida nieve acabara de empezar.
Entonces me soltó y al grito de “uy!! qué se me quema la cena” abandonó la habitación otra vez a saltitos.
Me sentí terriblemente estafado y mientras intentaba acomodar en el tejano mi pene erecto, me juré que nunca más iba a ceder a los caprichos de Silvia, mientras al mismo tiempo era perfectamente consciente de que mi juramento era tan falso como el beso de Judas.
Luego por la noche, tras tener que aguantar tres horas de inaguantable sobremesa sonriendo como un pelele ante aquellos absolutos oligofrénicos que tenía Silvia por amigos, dijo que hacía demasiado frío como para ir andándonos destapando al practicar posturitas y me tuve que contentar con una paja indolente, porque también estaba muy cansada del viaje, hecha con su mano mala porque a ella le gustaba dormir siempre del lado contrario al lógico para, al menos, poder hacerme una buena paja.
Pero aún así y durante ese año aguanté otros nueve fines de semanas en los lugares más aborrecibles y con la gente más absurda que uno se pueda llegar a imaginar.
Luego nos desenamoramos del todo, aunque fue ella quien lo hizo saber públicamente al ente que habíamos formado y dio por terminada la relación y con ella las excursiones de fines de semana.
No la volví a ver en seis o siete años, tiempo durante el que conocí a otras personas, todas mucho menos interesantes que ella.
Ayer me la encontré en uno de esos chats de Internet para buscar pareja. Por casualidad cliqué su página y al ver su foto, el estómago se me encogió y se me expandió para seguidamente comenzar a subir hasta la boca y descender hasta los pies a un ritmo frenético.
Por poco no pude, pero conseguí, medio temblando, medio sin enterarme, cerrar la página y borrar mi cuenta de ese chat.
En la cama e intentado esconder mis lágrimas a Berta, tuve una especie de ataque de ansiedad o de algo así, y lloré, todo lo en silencio que pude, como nunca había llorado.
Debo ser fatal escondiendo las cosas porque hoy Berta se pasó el día preguntándome que qué me pasaba una y otra vez hasta que consiguió que perdiera los estribos y la enviara a la puta mierda.
Luego se hizo un silencio espantoso y como ninguno de los dos sabía ni que hacer, ni que decir, ni para donde tirar me fui para el bar de siempre a ver el fútbol.
El partido ha sido bueno, hemos ganado dos a cero jugando fuera y ahora estamos segundos empatados con los terceros arriba de todo de la clasificación.